El año pasado, una escritora argentina, maestra de yoga, conferencista internacional, guía espiritual de celebridades, vino al programa a presentar su libro. La entrevisté con gran placer. Me pareció inteligente, refinada, precisa para exponer sus ideas. Pero, sobre todo, la encontré enormemente atractiva: alta, delgada, ojos marrones, almendrados, que lo miraban todo con gran curiosidad, y un cuerpo que parecía más de modelo que de escritora. Terminado el programa, nos hicimos fotos con su esposo, con su publicista, y nos prometimos que nos veríamos pronto. Pero casi todo lo que se dice en un estudio de televisión es mentira y, por supuesto, no nos vimos pronto.
Pasó el tiempo, no supe más de ella, la olvidé, entrevisté a otras mujeres lindas, aunque ninguna tan linda como ella, y a todas les prometí que iría a verlas al teatro, al cine, a sus conferencias sobre liderazgo y motivación, que leería sus libros o escucharía sus discos o asistiría a sus conciertos o las aplaudiría cuando ganasen el premio al que habían sido nominadas, pero, por supuesto, todo era mentira, todas las promesas que digo en el estudio de televisión están minadas por la falsedad y la impostura, toda la suave cortesía que soy capaz de actuar para halagar a mis invitadas no es más que una postura camaleónica para que confíen en mí, se relajen, sean ellas mismas y me cuenten sus secretos, esas confidencias que, sospecho, el televidente espera de una buena entrevista. Una vez que concluye el ejercicio de seducción y mis invitadas se despiden de mí, seguras de que nos veremos pronto, simplemente las olvido, dejo de pensar en ellas, y pasan los años hasta que nos volvemos a ver, o no volvemos a vernos más y si las encuentro en un aeropuerto quizá no las reconozco, no sé quiénes son, así de falsos y envanecidos suelen ser los diálogos entre dos personas famosas en la televisión: casi siempre, una quiere vender algo y la otra finge interés en comprárselo, pero, en realidad, solo quiere que le paguen su sueldo por hacer preguntas y no va a comprarle nada.
Pero a la maestra de yoga argentina no la olvidé, me quedé pensando en ella, en lo linda y delicada que era, en sus manos, su mirada, sus silencios, su extraña cadencia, su aire frágil y vulnerable, la aureola de paz que la nimbaba. No le escribí, sin embargo, porque recordaba que estaba casada y tenía una hija, y porque no quería dármelas de donjuán cuando estaba felizmente subordinado a mi esposa, una fuente segura de placeres indecibles para mí.
Fue ella quien me escribió, pidiéndome un prólogo para su nuevo libro. Soy reacio a escribir prólogos, los he negado siempre, me parece que un buen libro no necesita prólogos ni introducciones ni palabras laudatorias preliminares de algún escritor o intelectual o vaca sagrada que quiere exhibir su ego a despecho del libro que en teoría recomienda, pero en realidad considera inferior a cualquiera de los suyos, y sin embargo esta vez no fui bueno para decirle que no a la maestra de yoga argentina. Le dije que me encantaba la idea, lo que era mentira; le pedí que me enviase las pruebas de su nuevo libro, pues me hacía mucha ilusión leerlo, lo que también era mentira; le dije que a menudo la recordaba con cariño, lo que no era mentira; le dije que me encantaría entrevistarla de nuevo, lo que tampoco era mentira. Me envió el libro sin demora, lo leí, me gustó, y para mi sorpresa el prólogo me fluyó, escribí un par de carillas tontas y se las envié y ella me agradeció y me sentí bien de no haber sido tan egoísta y patán, como era siempre que alguien me pedía un prólogo o una presentación. Pero mi esposa me dijo: no has debido escribirle el prólogo, no te convenía, te está usando, ¿no te das cuenta?
La otra noche, una hora antes de que comenzara el programa, el guardia de seguridad vino a verme y me dijo que una mujer quería entregarme un libro. Le pedí que lo dejase con él, pero enseguida regresó y me dijo que ella quería dármelo personalmente. Dice que usted le escribió el prólogo, me dijo. Me acerqué y era ella, la argentina. Me impresionó su belleza, o el modo en que su belleza me aturdía, me conmovía, me descolocaba. La besé en las mejillas, me dio el libro, nos dijimos cosas amables, sentí que su mirada inquieta me envolvía y hacía remolinar como si fuera un torbellino irresistible. En sus ojos de caramelo me pareció advertir una tristeza bien escondida, la fatiga de quien se ha resignado a vivir una vida rutinaria, predecible, exenta de riesgos y aventuras. Tal vez por eso le dije que se quedara hasta el final del programa y fuéramos a tomar algo para celebrar la salida de su libro, pero ella me dijo delicadamente que tenía que irse, pues al día siguiente debía tomar un avión muy temprano. Nos despedimos y le dije que le escribiría y esta vez no estaba mintiendo. Tan pronto como terminó el programa, le escribí, diciéndole que la había encontrado más linda que nunca, que su belleza me había conmovido, que mirarla a los ojos me provocaba un enorme placer, y que me hacía mucha ilusión volver a verla, solos los dos, “como dos amigos traviesos y conspiradores”. Me pareció que hablarle de travesuras conspirativas era suficientemente revelador de mis intenciones: no me interesaba ser solamente su amigo, o su lector, o su entrevistador dócil y embobado, lo que quería era besarla y hacer con su cuerpo todas las travesuras furtivas, clandestinas, que ella me consintiera, a las que ella condescendiera.
Sorprendentemente, me escribió antes de subirse al avión:
-Te veo bien pronto.
No tardé en escribirle, diciéndole que amaba a mi esposa, y era feliz con ella, y no quería dañar la felicidad que reinaba en mi casa, pero que, al mismo tiempo, desde que nos habíamos enamorado, hacía ya seis años, los años más felices de mi vida, no había sentido una atracción tan poderosa por otra mujer como la que ahora sentía por ella. Fui bien franco, a riesgo de asustarla: le dije que podíamos salir a comer los cuatro, ella con su esposo, yo con mi mujer, pero que eso sería, en mi opinión, “aburrido y predecible”, o que podíamos vernos a solas, sin que nuestras parejas supieran, mintiéndoles, fingiendo que se trataba de una reunión de trabajo, y redoblé el riesgo diciéndole que podíamos vernos en un café o un restaurante, pero yo prefería que tomásemos el té en un hotel, el que ella eligiera, y que luego podíamos considerar si queríamos “jugar con nuestros cuerpos”.
Esta vez no respondió deprisa. Dejó pasar unos días. Pensé que tal vez había sido demasiado explícito y se había asustado. No me arrepentí, sin embargo. Esperé. Hasta que me escribió en tono muy de amiga, no de conspiradora traviesa, en tono comedido, formal, de maestra de yoga que sabe evitar los conflictos y elige la opción más razonable, y me dijo que lo mejor era salir a comer los cuatro, ella con su esposo tan guapo, yo con mi esposa tan linda. Hasta aquí hemos llegado, pensé. No la besaré, no me prestará su cuerpo tan siquiera media hora, no me permitirá que la contemple desnuda, tocándose, aunque no pueda tocarla yo, que ya eso sería una delicia para mí. Nada de eso habrá de ocurrir, me dije.
Me pareció justo contarle todo a mi esposa. Siempre tan lista, ella no se enfadó, me entendió, celebró que la escritora me hubiese esquivado con un pase de torero. Ya estás viejo y gordito para dártelas de galán, me dijo, sonriendo. Le enseñé fotos de la argentina. Le pareció atractiva. Ambos veíamos en su mirada una fuerza erótica soterrada. Por eso le escribí:
-Mi esposa y yo quisiéramos hacer travesuras contigo. ¿Te gustaría que hiciéramos un trío?
La maestra de yoga todavía no ha respondido. Pero, si se anima, le enseñaremos un par de posturas.
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