22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

A los parientes no los escoges, a los amigos sí. Tu familia sanguínea puede ser el puto infierno pero tu patota, collera o batería nunca lo será porque cada uno de sus miembros la ha ido diseñando a su medida. Amiguitos: esta vez quiero escribir del tremendo lujo de su dulce compañía pues soy un hijo único que, si no cuenta hermanos con los dedos de las manos, es porque tiene la enorme suerte de poseer, en este mundo, más de diez. Los amigos, ya se sabe, son hermanos que se eligen.

Beto Ortiz,Pandemonio
Un amigo al que quiero de verdad –y, hasta hace no mucho, incluso más que como amigo– ironizó el otro día, no sin cierto irreconocible mal humor, sobre aquellos a los que él llama mis amigos de moda: “¡Claro, pues, tus a–mi–gos!, ¡esos que solo te rodean cuando estás de moda!” Como la mayoría de mis amigos ha estado a mi lado, en promedio, un par de décadas, me quedé pensando un rato en lo que me dijo: A ver, a ver…¿Pasamos de moda los viejos amigos, como los zapatos viejos? ¿No es acaso la prueba del tiempo, la que mejor certifica la auténtica amistad? ¿Estaba su amargo reclamo demostrando que uno de los dos –o quizás ambos, en simultáneo– habíamos arrojado al otro, sin querer queriendo, al polvoriento cajón de los recuerdos?

Puedo jactarme de viejos amigos y de amigos viejos. No es lo mismo. Tengo amigos veinticinco años más jóvenes y amigos veinticinco años más viejos. Tengo amigos nuevos a los que pareciera que conozco desde otra vida. Tengo amigos que viven en otro continente y les hablo a diario –por el Féis- y tengo amigos que viven en el mismo distrito que yo y no nos saludamos ni para las pascuas. Tengo amigos que ya murieron y sin embargo me acompañan como si estuvieran vivos. Y tengo amigos que siguen vivos pero hace tanto que no sé de sus vidas que podrían perfectamente haberse muerto. Algunas de mis amigas me celan como si fueran mis esposas y algunos de mis amigos me celan como si fueran mis maridos. Y ambas cosas me encantan, por supuesto. Bueh. Lo subrayo en el supuesto negado de que decir que “ambas cosas me encantan” resulte aún gran novedad. Salvo muy raras excepciones, les caigo bomba a todas las esposas de mis amigos y también a todos los esposos de mis amigas. Quizás se deba a que alguna vez he escrito aquí que algunos amigos –y algunas amigas- se han ido, como es normal, a la cama conmigo alguna vez. Aunque si hacemos un poquito de contabilidad, he de admitir, mal de mi grado, que han sido más los amigos y amigas que no atracaron y se negaron hidalgamente a sacarle la vuelta a su cónyuge conmigo, quizá por alta fidelidad, quizá por puro buen gusto, quizá por no mezclar papas con camotes o quizá simplemente porque, a las finales, se me encogieron las boloñas. Dice una ancestral ley caldeo-asiria que nunca hemos de confundir la amistad con el fornicio. O sea: que no hay que tirar jamás con los amigos. Mentira, esa no es ninguna ley caldeo-asiria pero si lo fuera, sería la norma más violentada y rota de toda la historia de la humanidad.

Pocos cómplices en la vida pueden llegar a compenetrar tanto su alma con la tuya que ni siquiera necesitan hablarte para saber lo que estás pensando, les basta mirarte a los ojos para saber lo que estás sintiendo y lo que estás a punto de decir. O de callar. Esa magia me ocurre con M. No en vano hemos conformado en el periodismo de TV la dupla más temida del oeste salvaje. No en vano llevamos 17 años chambeando en pared y continuamos combinando tan bien como el whisky y el hielo. Con algunos amigos me siento muy mayor y muy papá como con el travieso B. y con otros –especialmente, con otras– me siento muy chibolo y muy hijo como con I. que se preocupa por absolutamente todo, desde que me entere del último flash noticioso hasta de que no se me venza el recibo de la luz. Disfruto engreír y que me engrían. También resondrar y que me resondren, sobre todo cuando lo hacen llamándome por mi apellido: ¡Ortiz, Ortiz, Ortiz! Ninguna amistad es lo suficientemente intensa si no ha sido sacudida, aunque sea una sola vez, por la tempestad pavorosa de una buena pelea. Como amo a muerte a mis amigos, cuando me peleo con ellos, también es a muerte. He dicho “amo” porque estoy convencido de que uno se enamora de todos sus amigos. Esto se lo escuché decir, en una entrevista, al escritor Pedro Lemebel pero cuando lo escuché tuve la sensación de que yo se lo había soplado al oído. Solo el amor puede explicar que llores cuando te peleas con un amigo y que vuelvas a llorar cuando te amistas.

“Tienes la concha de ser cruel con los amigos que más te queremos” –me decía Bruno cuando vivía y tenía razón. Ahora, a mi edad, trato de serlo cada vez menos. Hace pocas semanas, tras cuatro años de silencio, me amisté al fin con mi querida C. Nos abrazamos fuerte apenas nos vimos, nos bajamos juntos una botella de champán y dejamos las explicaciones incómodas para el postre. El caso que más me jode es el de F. Hemos llegado hasta a la violencia de las cartas notariales, hasta a retirarnos ediciones íntegras de libros de circulación pero… por más que me esmero, fracaso a la hora de odiarlo, pesan mucho más en la balanza su sabiduría y sus providenciales cartas de mis días peores en que, a la distancia, me alentaba a no sucumbir con su ya clásico: “¡Resiste!” Hasta ahora tengo una pegada en mi refri con un imán de Alegría del Cirque Du Soleil. Hasta ahora resisto. Me gusta cuando compruebo que puedo dejar de ver diez años a G. pero cada vez que nos reencontramos, mariconeamos como si fuera 1993 y nos cagamos fabulosamente de la risa como si nunca hubiéramos dejado de vernos. Quizás no lo sabe pero mi hermana y coleguita E. siempre fue mi inspiración periodística y hasta literaria. Quiero volver a decirle aquí que me resulta enloquecedor ser testigo de la manera en que ha dejado en stand-by su talento para escribir y que no pararé hasta convencerla de que abandone el dudoso confort de su importantísima organización internacional y regrese conmigo a las calles, a las crónicas, al vértigo de las islas de edición, por la puta madre, que es inútil seguir fingiendo porque no existen los ex reporteros. Hay amigos tan parecidos –por dentro– a ti que estar frente a ellos es estar frente a un espejo. Me pasa con J. que cada vez que se enamora de dos al mismo tiempo le adivino siempre lo que al final le va a pasar porque a mí me pasa todo el tiempo. Hay amigas como C. con las que te quieres casar mañana mismo sin preocuparte ni por un instante de cuál sea su “opción” sexual.

No sé a ustedes, pero a mí, la vida me ha galardonado con amigos de tamaña elegancia y vaya que ahora, a pocos días de cumplir 45 febreros, le agradezco. Le agradezco haberme enjoyado con semejantes rubíes, zafiros y diamantes de tan distinto fulgor, belleza tan diferente y tan soberbios kilates.


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