Daniel Urresti debe ser el ministro del Interior más apoyado por la opinión pública en mucho tiempo. Según la última encuesta de Datum, el 48% de peruanos lo considera eficiente y el 42% confía en él. A pesar de su polémica gestión (que ha mellado poco su popularidad) y del mantenimiento de altos niveles de inseguridad (reales y percibidas), es el miembro del gabinete con mayor respaldo ciudadano, inclusive por encima de la pareja presidencial.
Entre los empresarios, Urresti también tiene sus fans. Su histriónica presentación en la inauguración de la sesión anual de CADE fue aplaudida y elogiada por un gran sector de ellos. El estilo populachero también tuvo acogida entre la élite económica del país, no necesariamente porque planteó reformas sectoriales generadoras de confianza institucional –de hecho el CADE de este año priorizó el tema de la inseguridad–, sino por promesas de estilo guachimán. “No se va a vender ni un solo gramo en el bulevar (de Asia)”; se trabaja para que la población “pueda caminar a las dos de la mañana sin que les pase absolutamente nada”.
La política del guachimán (orden cotidiano e inmediato, presto al silbato) apantalla. Es útil para las percepciones y para el corto plazo. Diría que hasta cierto punto es necesaria para recobrar la confianza, pero no puede soslayar reformas estructurales donde se echa de menos un norte coherente. Este insuficiente modelo –protección para pocos; sálvese el resto– es bienvenido por la clase de mayor poder económico, donde lamentablemente predomina la máxima de poner guachimanes alrededor de sus inversiones y listo. Pero “para llegar al Primer Mundo” se requieren políticas estatales, no solo guardianes recelosos. Aunque muchos estén enamorados de ellos.
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