Una insólita protesta de taxistas, contra el servicio de Uber, se llevó a cabo la semana pasada en Lima. La poco original iniciativa pretende imitar a otras que se realizan en países con regulaciones muy exigentes, diametralmente opuestas a nuestro sistema, en el que ni siquiera hemos tenido a un alcalde con agallas para establecer la obligatoriedad de usar taxímetros y terminar con la especulación.
Sabemos de sobra que los taxistas de la calle suelen enfrentar el desempleo y que muchas veces han estudiado una carrera que no pueden ejercer por falta de oferta laboral. Pero esa no es una excusa para comportarse como hacen muchos de ellos, que van donde les da la gana y no donde el usuario necesita, que tocan la bocina sin parar, que obstruyen el tráfico en busca de pasajeros, que no se preocupan por tener sencillo, que no lavan su auto, que leen periódicos en los semáforos, que utilizan los escasos espacios de estacionamientos para dormir, y un aburrido etcétera, en el que no quiero profundizar para no parecerme a esa gente que no tienen mejor idea que contar anécdotas irrelevantes en las redes sociales.
El nulo fundamento de la marcha contra Uber sorprende por su nivel de mediocriad. Lima es una ciudad de casi 10 millones de personas con distintas opciones y exigencias de consumo. Si vamos a ofrecer un servicio, por muy simple que este sea, hagámoslo con dignidad. No voy a enredarme en el manoseado discurso del éxito que esgrimen los motivadores del emprendimiento, basado en esfuerzos sobrehumanos aunque a uno no le guste su trabajo. No, poca gente podría elegir ser taxista en una ciudad como Lima.
Pero vayamos a algo más simple, a un gremio que destaca por el cariño que le pone a su trabajo diario. Observemos a los proveedores que vienen de todas partes del país a la feria Mistura, en camiones, desde muy lejos. He conocido a algunos de ellos en sus pequeñas casas, a 4 mil metros sobre el nivel del mar, felices con sus papas nativas, ganando muy poco dinero pero orgullosos de lo que son. Me quedo con esa dignidad, que está muy lejos de una vergonzosa marcha de taxistas “oprimidos”. Marchar contra la competencia es patético, como lo son las barras bravas insultando al equipo visitante cuando se juega una eliminatoria, por ejemplo. Protestar contra un sistema de transporte que el usuario tiene derecho a elegir libremente, es escupir al cielo.
La gastronomía peruana, en cambio, es un orgullo y un éxito precisamente porque no pretende crecer ni lucirse a costa de arremeter contra el otro. Pero eso requiere de un gran cariño por lo que se hace y de un saludable amor propio.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.