A fines de los noventa, el Perú sufrió una crisis institucional y política. Un grupo de “notables” llegó al poder a sacarnos del hoyo y elevarnos a la condición que merecíamos. Con la ética por emblema, nos ofrecieron un país mejor. Pero fallaron. Lo que debió ser el inicio de la construcción de instituciones sólidas terminó siendo la vil institucionalización de la corrupción, captura de rentas, privatización del Estado.
La ausencia de institucionalidad golpea nuevamente. Producto de una concepción tecnocrática de las políticas públicas, sin alma, líderes o una visión de país. Sin política, esa que enciende fuego en las entrañas y genera los sueños que nos mueven y llevan al progreso. La tecnocracia y el lobby se apoderaron del país. Y aquí siguen, instalados, pavoneándose por oficinas públicas, desvergonzados defensores de intereses privados en contra de los del país.
Toleramos la corrupción, soportamos la miseria y celebramos que solo 1 de cada 5 peruanos viva en pobreza. No hemos logrado cerrar filas ni siquiera contra el terrorismo. Seguimos discutiendo, 20 años después, si un terrorista fuertemente armado que mantuvo secuestrados a 72 rehenes fue ejecutado o murió en combate durante la operación Chavín de Huántar. Nuestra clase empresarial, a diferencia de Chile o Colombia, está poco interesada en invertir en investigación y desarrollo sostenible, y muchos prefieren la servil negación de que el pisco es peruano y exportan aguardiente. El gobierno es incapaz de cuestionar por qué el prófugo ex presidente Toledo aparece en un evento académico en NYC. El contralor adquirió más de 90 autos, violando una norma expresa, y los sistemas de corrupción siguen ganando la partida en el Minsa con la salida de Edmundo Beteta.
Urge un nuevo contrato social, instituciones abiertas, romper privilegios y corrupción. Líderes que sepan enfrentar con la política los problemas del país.
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