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Opinión

“Es uno de esos escritores rarísimos que asumen su oficio como si fuera un apostolado, al margen de las tentaciones y fastos de la industria editorial”.

Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y Letras
Escritor

La historia suele ser contradictoria. En el Perú de los años cincuenta, pese a las carencias del medio cultural y a la opresión de la dictadura de Odría, surgió una notable generación de escritores, artistas e intelectuales. No obstante, las esperanzas de desarrollar una carrera en el ámbito local eran una quimera. De ahí que muchos jóvenes emigraran a otras latitudes, en pos de un ambiente más propicio para sus inquietudes creativas. Algunos de ellos regresaron al cabo de un tiempo luego de cumplir su periodo de aprendizaje, pero otros decidieron no volver más. Ese fue el caso de Luis Loayza, uno de nuestros escritores más finos y secretos, quien se estableció en Europa vivió en Ginebra y ahora en París, donde acaba de celebrar sus ochenta años.

“A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el ‘Delfín’, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía”. Los lectores de Conversación en la catedral habrán reconocido la cálida dedicatoria con que Vargas Llosa homenajeó a sus más grandes amigos y cómplices literarios de la época (lo de “sartrecillo” alude a su devoción por Sartre). Mientras que Oquendo se inclinó por la actividad crítica, Loayza optaría por la narración y el ensayo. A los 21 años, dio a conocer un breve conjunto de cuentos, El avaro (1955), que se alejaba de la vertiente neorrealista para adentrarse en un territorio fantástico, en consonancia con sus lecturas de Borges y Arreola. Su prosa, sobria y elegante, tallada con el cuidado de un orfebre, revelaba ya no solo la originalidad de un estilo, sino una actitud peculiar ante la vida y la literatura.

Loayza es uno de esos escritores rarísimos que asumen su oficio como si fuera un apostolado, cuyo ejercicio se hace con discreción, al margen de las tentaciones y fastos de la industria editorial. Tanto así que apenas ha difundido unos cuantos libros (una novela, dos colecciones de relatos, tres libros de ensayos) y, según la leyenda, siempre lo ha hecho a regañadientes. Ha preferido traducir a algunos de sus autores favoritos (Thomas de Quincey, Arthur Machen, Robert Louis Stevenson), y lo ha hecho en forma impecable. Nunca ha concedido una entrevista y tampoco le gusta que lo fotografíen. Y no se trata de una pose o de un afán por parecer misterioso. No, simplemente, Loayza es un escritor genuino y sin pretensiones de fama ni reconocimiento, algo insólito en el panorama de las letras.

Ha transcurrido más de medio siglo desde que abandonara el país en busca de mejores horizontes. En el Viejo Continente, mientras se ganaba la vida como traductor en organismos internacionales, escribía sus cuentos y ensayos, con fervor pero sin presión alguna, para su propio solaz. Es una lástima que haya sido tan avaro con sus publicaciones, aunque sospechamos que su autocrítica debe de ser implacable. Quizá por ello la obra de Luis Loayza relumbra como una de esas extrañas y solitarias gemas cuyo fulgor no hace sino aumentar con el paso de los años.


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