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"Soy un reciclador de todo lo que pasa por mis oídos"

“Si yo, que me sentía un negado, aprendí a tocar ‘peruano’, ¿por qué no pueden hacerlo músicos de otros lugares del mundo? Ese es uno de mis desafíos, la universalización de nuestros sonidos”.

(USI)
(USI)

Tiene 40 años y acaba de recibir el Premio Nacional de Cultura. Lucho Quequezana es un músico autodidacta que encontró en la música el medio idóneo para expresarse, para narrar sus historias. Sus logros –los públicos y los privados– emocionan, y son una prueba más de que, con pasión, mucho esfuerzo, una gran dosis de humildad y una pizca de suerte, las metas son posibles.

¿Qué viene después del Premio Nacional de Cultura?
(Ríe) Mi objetivo en la vida es no dejar de tocar nunca. Los premios y los reconocimientos que he recibido ni me los imaginé, ni los busqué; nunca fueron una meta para mí.

¿Qué barreras has vencido?
La primera la tuve en casa, pues mis padres no querían que fuese músico. Por ellos estudié, durante tres años, Administración. Pero un día me dije “basta” y me cambié de universidad y de carrera: me fui a la U. de Lima a estudiar Comunicaciones. Tenía beca, pero tuve que trabajar para ayudarme: he vendido ropa en Polvos Azules, he sido cambista de dólares, he sido taxista.

Como músico eres autodidacta.
A los 11 años, por el asma de mi hermano, nos mudamos a Huancayo. Hasta entonces no tocaba ni la puerta, me sentía una bestia. En Huancayo, y como una forma de relacionarme con mis amigos, con el mundo –pues era tímido–, empecé a tocar la zampoña. Luego aparecieron el charango y otros instrumentos que veía como juguetes, y por eso no me costó acercarme a ellos. Fue mi big bang: descubrí que era capaz de hacer algo para lo que me sentía negado: la música.

En Huancayo estuviste un año.
Sí, regresé con una zampoña bajo el brazo, y en mi colegio, el San Felipe, formé Kunturwasi. Fueron días difíciles: en Huancayo me hicieron bullying por ser limeño; y en Lima, por hacer folclor. Perdía por todos lados, las chicas querían irse con los rockeros y no con el patita que tenía un charango y una zampoña y hacía música de cholos. Además, por la violencia política, si la Policía veía a un joven con zampoña o charango, al toque lo consideraba ‘terruco’. No sabes las veces que la ‘leva’ me llevó a la comisaría. Sin embargo, siento –y siempre repito– que la música es una de las expresiones máximas de integración: al tocar nadie piensa si el otro es limeño, iqueño o huancaíno; peruano, chino o vietnamita.

Compones desde muy joven…
Desde los 13, y fluyó naturalmente. Recuerdo que llegaba a los ensayos de mi grupo y les decía “tengo esta canción”. No asumía que esa canción era mía o que era compositor: para mí había inventado un juego, donde le decía a cada quien qué hacer, cómo tocar. Desde entonces, no he dejado de componer. En la universidad empecé a escuchar jazz, rock, sinfonías, soundtracks, trova. Esto fue bueno porque me acostumbré a escuchar música sin etiquetarla, y lo mismo pasa con mis composiciones: soy un reciclador de todo lo que pasa por mis oídos.

¿Eres un virtuoso o un creador?
Me siento cómodo en varios instrumentos –el charango es al que le tengo más cariño–, pero prefiero componer. Y como compositor soy totalmente visual: mis temas son pequeños cuentos; las líneas melódicas son personajes que se encuentran, que enfrentan conflictos, que se desarrollan, que llegan a un clímax. Trato que mis composiciones no tengan referentes geográficos, que sean universales, pero es inevitable que lo peruano, que lo andino, aparezca, pues allí están mis raíces. Además, los instrumentos que uso son peruanos, también los ritmos y mi vocabulario musical.

Como músico también has sido un mil oficios…
(Ríe) Sí, los jueves era baterista de una banda de jazz, los viernes tocaba trova en Barranco, el sábado hacía de charanguista en el Brisas del Titicaca y un día a la semana era bajista en una banda latina. Pero, Gonzalo, lo que yo quería era tocar y, si me pagaban por ello, me sentía feliz. Para mí, los instrumentos son como los ingredientes para preparar un plato, necesito conocerlos, saber a qué saben para, luego, crear. Por ejemplo, no canto, no tengo voz, pero a través de una quena puedo hacerlo, contar cosas.

Has recorrido el mundo…
La primera vez que toqué fuera fue en Francia, pero no para la colonia peruana, sino en un festival de world music. La primera experiencia importante la tuve en 2004, en Seúl, en las Olimpiadas de la Cultura, donde representé al Perú como compositor y quedé finalista. Al regresar, nadie me hizo una nota (ríe). Igual, las competencias musicales me parecen ridículas, pues ¿quién es mejor en términos musicales? Sí, me parece paja haber estado en unas olimpiadas, pues el trabajo directo que tuve con otros músicos me llevó a crear “Sonidos vivos”.

Hablemos de ese proyecto…
La Unesco me dio una beca de dos meses para reunir a un grupo de músicos de todo el mundo, convencerlos de unirse a mi proyecto y tocar juntos mi música. Me instalé en Montreal, y fue un desafío inmenso porque ¿cómo convencer a estos músicos de seguirme? Pero lo tuve que hacer porque, si bien llegué a Canadá a principios de marzo, la fecha de nuestra presentación estaba programada para fines de abril… ¡Y yo no conocía a ningún músico allá y ni siquiera sabía francés! (ríe). Pero pude convencer a un vietnamita, un chino, dos canadienses, un colombiano y un venezolano de tocar conmigo, y nos fue tan bien que la Unesco reconoció a “Sonidos vivos” como el mejor espectáculo que se había producido gracias a su beca. ¿Y qué hizo? Nos organizó una gira por el mundo, y así llegamos a Perú.

Has tocado en uno de los discos del Cirque du Soleil…
Sí, y lo que más me emocionó fue que allí el charango lo toca el músico vietnamita que estuvo conmigo en “Sonidos vivos”. Esta es la validación de mi tesis de que la música es un vehículo de integración.

¿Y la Sinfónica?
He tocado varias veces con ella, a teatro lleno. Y si hay algo que me entusiasmó, además del contacto con tremendos músicos y la complicidad que establecí con las personas –hice subir a gente del público para que dirigiese la orquesta– fue enterarme, por propia boca de gente de la Sinfónica, que, a partir de mis conciertos, más personas van a oírla a sus presentaciones de los viernes.

AUTOFICHA

■ “Tengo 40 años. Crecí en el Rímac. Hasta los 11 años creía que era un negado para la música, pero nos mudamos a Huancayo: allí aprendí a tocar la zampoña. Era un niño tímido, la música me ayudó a socializar”.

■ “Nunca he estudiado música. Compongo desde los 13 años. Gracias a una beca de la Unesco se creó “Sonidos vivos”, donde reuní a músicos de todo el mundo para tocar música peruana”.

■ “He tocado varias veces con la Orquesta Sinfónica y he sido nominado al Grammy. Tengo un programa en Plus TV, Prueba de sonido. Allí hice un show para niños sordos, una experiencia emocionante, maravillosa”.

Por Gonzalo Pajares (gpajares@peru21.com)


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