07.NOV Jueves, 2024
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Opinión

La ira. Sí, corroe y destruye, pero la sentimos quienes no nos dejamos avasallar, los fuertes, los asertivos, los ambiciosos, los que ponemos a cada quien en su lugar, los que cobramos cada insulto y no dejamos impune ninguna duda sobre nuestros derechos.

Es la reina de las emociones. Primeras páginas o trinos, lo que define nuestro ánimo es rabioso, condena al infierno a todos esos que se atreven a pensar así o no son capaces de pensar asá.

Nuestra rabia espera penitencia o resarcimiento, que nos devuelvan lo que quiera que nos han quitado: dinero, reconocimiento, crédito, votos, amor. Que quien me venció fracase, que quien me sacó la vuelta se divorcie, una venganza espera, agazapada, por manos divinas o legales, o desconocidas a quien nos inspira la ira.

Mi dolor se convierte en esperanza, en las ganas de que a alguien, el otro odiado, le vaya muy mal. ¿Funciona? Bueno, si lo que se espera es que se produzca el contragolpe, no mucho. Lo perdido no se va a recuperar, no por lo menos a través del sufrimiento de quien se lo llevó. Lo de ojo por ojo puede ser muy humano, pero quita sentido a la vida y la centra en el pasado.

Vivimos una época molesta, airada. Pareciera que todos sentimos que nos han quitado algo. Los titulares de los medios, lo que se escoge decir en las redes sociales, proviene de personas que exigen rabiosamente que se corrija un daño, se retire un insulto, se castigue a un culpable.

No estoy proponiendo un amor indiscriminado ni renunciar a la fuerza, sino usar la generosidad y la aproximación amable como maneras de crear futuros compartidos. Eso no es posible a punto de ira.


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