Hace tiempo que no había una movilización multitudinaria en Lima. Para una sociedad enajenada políticamente, que ya no espera nada del Estado, es muy difícil encontrar un motivo para salir a las calles a protestar. Mientras en México la ciudadanía marcha en contra de la violencia, en Colombia por la paz, en Chile por la educación, en el Perú dominaba la apatía. Hasta que los tecnócratas del Ejecutivo lograron el milagro.
Es muy corto de ideas creer que los jóvenes limeños marcharon solo por una ley de irresponsable inocencia política. Es absurdo creer que con leer un encarte informativo basta para desmovilizar. La gente se moviliza por una utopía, por más pequeña que esta sea. En este caso el sueño apunta directamente a la dignidad: el trabajo y los derechos laborales. Nada ha activado a tantos hombres en la historia. Por eso es que es políticamente torpe plantear la defensa de la ‘ley Pulpín’ en términos “si antes no tenían nada, ahora tienen algo”, porque ofende la ilusión.
Las dos marchas organizadas hasta el momento van ganando poder simbólico. El plantón frente a la Confiep es de una belleza reivindicativa inédita. Por primera vez, la protesta se enfoca en un actor fáctico, en vez de ocuparse exclusivamente de los inquilinos palaciegos. La dinámica de tomar la ciudad –Miraflores, el Metropolitano– en plenas compras navideñas expande el efecto de la demostración buscando un endose que no es esquivo. Sería prematuro hablar de un movimiento social. De hecho se requieren nuevos liderazgos (trajinado figuretti, por favor abstenerse) para sostener el ritmo de las reacciones sociales. Pero ha habido un cambio en el humor colectivo. Y se comprueba una vez más que la calle es el ‘lobby’ de los marginales.
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