Recientemente, en lo que supongo fue un arranque de orgullo, la primera dama tuiteó el link de una noticia aparentemente optimista. Lima aparecía entre las “50 ciudades seguras del mundo”, y ocupaba el puesto 33, según un estudio de la revista británica The Economist. Este ránking suponía un espaldarazo al gobierno y su “política” de lucha contra la delincuencia, aun cuando la inseguridad es una de las principales preocupaciones nacionales. El entusiasmo palaciego proyecta, sin embargo, una superficial interpretación del citado reporte.
La medición de “seguridad” para The Economist es bastante compleja y sesgada por el lado informático. Está compuesta por cuatro dimensiones: seguridad digital (unidades de prevención de delitos cibernéticos e identificación de criminales), salud pública (camas por hospital, esperanza de vida), infraestructura social (calidad de carreteras, muertes por desastres naturales) y seguridad personal (compromiso de la Policía y crimen violento). Solo el último aspecto se asocia a la comprensión más cotidiana de seguridad en nuestro medio.
Comparativamente, Lima ocupa el puesto 38 en seguridad digital, 40 en salud pública, 37 en infraestructura y, sorprendentemente, 15 en seguridad personal. El detalle radica en cómo se mide esta última dimensión, pues algunos de sus indicadores favorecen la imagen de “seguridad” en la capital: frecuencia de ataques terroristas, estabilidad política del país, medidas de seguridad tomadas por empresas privadas, uso de datos para investigar crímenes, etc.
Empero, el argumento más devastador en contra de tal celebración es que el ránking solo analiza 50 ciudades seleccionadas por su representatividad global. La próxima vez, lea las letras chiquitas.
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