25.ABR Jueves, 2024
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Opinión

Estoy harta de que me digan gorda. Me lo dicen algunos patanes que ven mi programa: qué gorda estás, Jimena Barclays, estás hecha una ballena, una foca, un cachalote, qué tal papada la tuya, sal a correr, ociosa. Me escriben esas cosas en Facebook y cuando las leo, me deprimo tremendamente, me dan ganas de llorar, a punto estoy de contestarles una grosería a esos maleducados y termino bajando a la cocina a comer algo para calmar la ansiedad.

Pero sí, es cierto, estoy gorda. Por eso me duele que me lo recuerden, porque es verdad. Solo puedo decir en mi descargo que soy una señora de cincuenta años, madre de tres hijas, felizmente casada con mi Silvio, locutora del canal 22 de Miami, escritora de novelas cursis, a punto de colapsar de un ataque de nervios, sin tiempo para ir al gimnasio a ponerme en forma. Mi mami Dorita, que está en Lima y es flaca y zumbona como una avispa, me regaña, me dice que salga a correr, que me destete, que sude como balsera recién llegada, pero no entiende que no tengo su fe, su disciplina, su voluntad de hierro, pues yo salgo a correr y en la primera esquina empiezo a caminar fatigosamente, a desgana, y a las dos cuadras regreso a casa porque el sol me aturde, me aboba, me fríe la cabeza más de lo que me la he asado yo misma, tomando pastillas para dormitar.

Estos días de canícula ando pesando noventa y ocho kilos recién salida de la ducha, ya seca, y cien kilos netos una vez que me aplico cremas, lociones y perfumes. Cien kilos es lo que pesan mis huesos, mi manojo de nervios, mis ubres de vaca loca, mis glúteos colosales, mis piernas de pata negra, mi panza ubérrima que no cede. Debería pesar ochenta y cinco kilos y peso cien. He tratado de bajar ese sobrepeso de pura grasa sosegada, pero me ha resultado imposible. Silvio, por suerte, es comprensivo, no me atormenta, lo acepta tranquilamente, de buen humor, y hasta dice que le gusto más así, rellenita, rolliza. A la noche, ya tarde, cuando regreso del canal, salimos a caminar, y él camina tan rápido que yo quedo rezagada y me quejo: pero, Silvio, por Dios, baja un cambio, no puedo seguirte el ritmo, me estás matando, y él se ríe y me espera y se resigna a caminar al paso cansino que yo le marco. Luego, ya en la casa, Silvio me hace mis estiramientos y yo lo amo porque me hace crujir los huesos con mucha sapiencia y la barriga me pesa menos y puedo agacharme a recoger las cosas cuando se me caen o para darle un chupín exprés a mi marido.

También me duele profundamente que me digan que estoy loca. Lo dicen unos sujetos que no conozco y se descuelgan con comentarios mezquinos, insidiosos, en Facebook. Me dicen: vieja loca, tía terrible, ya quemaste cerebro, estás más loca que una cabra, estás zafada, ya piraste, dile a tu mamá que te lleve a un manicomio, por favor no vuelvas al Perú, que acá nadie te extraña. Cuando leo esas cosas, quiero echarme a llorar, pero, por amor a mis tres hijas, que me necesitan sana y fuerte y rendidora, y por devoción a mi Silvio, que me estira y desentumece como nadie, me digo que no debo rendirme y no tiraré la toalla y seguiré leyendo las noticias con solvencia profesional en el 22. Pero me duele, sí, tal vez porque es verdad que estoy loca, no totalmente, pero un poco loca. Los estudios demuestran que soy bipolar y debo estar siempre medicada para evitar mis crisis de grandeza o enanismo. Tomo cuatro pastillas para controlar mi locura genética, unos químicos carísimos que por lo visto funcionan. Soy loca, sí, una gorda loca, sí, pero no es justo que me lo recuerden con aspereza, prohibiéndome en nombre de la cordura que regrese al Perú, aunque solo sea para visitar a mi mami, que está más loca que yo, pero loca y todo es feliz y tiene plata para permitirse todas las locuras que le den la gana.
Pero lo que más me duele es que me digan que soy mala madre, que mis hijas Carmencita y Paulina me odian, que tuvieron pésima fortuna de nacer de mi vientre y acatarme como madre, que les he dado un malísimo ejemplo con mi estilo de vida libertino, mi promiscuidad con los barbitúricos y los escándalos sonados de mi vida amorosa. Pobres tus hijas, me amonestan, pobrecitas, qué mala suerte tuvieron, cómo habrán sufrido en el colegio teniendo a una madre como tú, qué vergüenzas no habrán pasado. Y pobre tu hijita menor Sol, no sabe lo que le espera, en unos años pasará por la humillación de tener a una madre gorda, loca, putona, insaciable, con fama de marihuanera, farmacodependiente y doble filo. Me entristece que me espeten, sin conocerme tan siquiera, que soy mala madre. No es verdad. Soy una madre liberal, relajada, cero reglas morales, cero disciplina, agnóstica, un poco putona, sí, pero no por eso mala. Mi Carmencita y mi Paulina han hecho siempre lo que han querido y las he apoyado sin entrometerme en su libertad y ahora estudian en Nueva York y yo les pago todo con mucho gusto y estoy orgullosa de ellas. Qué estudian, no sé; adónde viajan en verano, no sé; tienen novio o novia o ambos, no sé; tiran a la vagancia y el pepeo como yo, no sé; pero sé, con certeza, que me quieren. No quieren verme, es verdad, me ven a duras penas una vez al año, y apuradas, y hartas del calor insano de Miami, y mandando mensajes de texto sin hablar casi conmigo, pero estoy segura, segurísima, como que me llamo Jimena Barclays, que me quieren como yo las adoro a ellas. Duele un poquito que no quieran verme y cuando les escribo proponiéndoles un viaje juntas las tres no me respondan, pero es porque están tan divertidas que lógicamente no quieren perder su tiempo conmigo, que soy una señora mayor, gorda, loca, bipolar, ahíta de pastillas y siempre dispuesta a echarme una siesta corta, alicorada.

Díganme gorda, loca, puta, mala madre, díganme lo que quieran, no me rebajaré a responder los agravios y mi revancha será comer más helados de chocolate, tomar mi dosis correcta de litio, comérsela doblada a Silvio y darles a mis hijas el estilo de vida regio, desahogado, que se merecen. Me contento con el amor de mi Silvio y mi Sol y la certeza de saberme bien querida a la distancia por mi Carmencita y mi Paulina adoradas. Sí, hijitas, sí, su mami es marimbera, dormilona, fofa, tontiloca, licorera, soplapollas, pero, así y todo, llena de defectos, no soy una mala persona, solo muy puta y hedonista, y no he pasado un solo día en la cárcel, y no le debo plata a nadie, y cuando muera les voy a dejar una rica herencia, cuenten con eso. O sea que no soy la madre perfecta, de acuerdo, pero tampoco una mala madre, como me acusan mis detractores ponzoñosos hijos de mil putas.

Gorda, loca, madre moderna, laxa, no convencional, yo, Jimena Barclays, he encontrado, sin embargo, tiempo para tener tres hijas con hombres distintos (uno, Sandro, ya difunto; el otro, Osvaldo, el truchimán, en prisión por tráfico de efedrina; y Silvio, todavía a mi lado), he hecho una carrera como locutora de televisión, ganando premios en las categorías mejor peinada y mejor vestida y mejor dicción, y he publicado tres novelas cursis, bobamente eróticas, sobre el amor tal como lo conozco. Y además estoy felizmente casada con mi Silvio, y no estoy desempleada, tengo trabajo en el canal 22, y quisiera vivir hasta los ochenta años para fumarme toda la hierba fresca que pueda y ver los mundiales de fútbol que me sean concedidos y comerme kilómetros de poronga fina y llegar a pesar doscientos kilos secos, antes de perfumarme. Lo mejor, Jimenita Barclays, está por venir, me digo cada noche, cuando me miro en el espejo y veo a una hembra pingüino con la mirada melancólica y bien pujante la barriga. Pues eso es lo que soy, una mujer pingüino con hambre insaciable, y a quien no le guste, que se queje ante el Supremo Hacedor, que me hizo así, tan defectuosa.


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