22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Mi madre Dorita vino a pasar unos días con nosotros. Tras su última visita, pensé que no la vería en dos o tres meses, pero me sorprendió, anunciándome de pronto un viernes que al día siguiente llegaría con sus amigas Teresa y Antonia, amigas de toda la vida, del colegio Villa María, de correr olas en La Herradura, del Opus Dei.

Dorita había estado con nosotros el mes pasado, celebrando mis cincuenta años, y no habían transcurrido siquiera tres semanas y ya se dejaba caer de nuevo, qué alegría. No venía, en rigor, a visitarnos, venía con sus amigas Teresa y Antonia porque ambas estaban mal de salud y tenían que hacerse unos procedimientos médicos en el Baptist, el hospital que mi madre prefiere en esta ciudad.

Me ofrecí a reservarles un hotel en la isla, pero Dorita, infatigable, ya había alquilado una casa en Kendall, cerca del hospital. Enseguida me ofrecí a mandarles un chofer al aeropuerto y Dorita me hizo saber que lo esperaba con ilusión, porque ya me conoce y sabe que no voy al aeropuerto a buscar a nadie, ni siquiera a ella, ni siquiera a mis hijas mayores cuando vienen de Nueva York a visitarme un fin de semana.

Dorita, Teresa y Antonia, las tres con setenta y largos años, llegaron con una empleada doméstica, Tamarinda, que en realidad se llama Tamara, pero a la que le dicen en tono jocoso Tamarinda, y seis maletas, dos cada una. Mi chofer, que en realidad no es mi chofer particular, sino un chofer de confianza al que contrato en contadas ocasiones para servir a mi familia o a ciertos invitados, y que cobra una fortuna por hora de servicio, ya conocía bastante bien a mi madre, así que no tuvo que llevar cartelito al aeropuerto, pero, como era previsible, no entraron las tres amigas, la mucama hacendosa y las seis maletas en la camioneta, de manera que el hombre tuvo que improvisar, contratar un taxi, cargarlo de maletas y llegar a la casa alquilada por mi madre. Nada más dejar a la empleada ordenando las cosas, mi madre y sus amigas vinieron a visitarnos. Burlando los severos controles aduaneros, Dorita había introducido a este país, sin declarar nada, un maleta llena de granadillas, tunas, plátanos de la isla, chirimoyas, camotes, limones, uña de gato, polen, miel de abejas, afrecho y helados de lúcuma derretidos. Como no tenía regalos para nuestra hija pequeña, le pidió al chofer que se detuviese en la parroquia, saludó al cura Julio, su íntimo amigo, sacó dos o tres juguetes viejos, remendados, un par de muñecas mancas, tuertas, calvas, machucadas, y se apareció en la casa con sus amigas estragadas y los regalos lisiados. Por suerte nuestra hija brincó de alegría al verlas y no advirtió que los regalos eran de segunda mano.

Con gran naturalidad, Teresa nos contó que tenía un problema de almorranas y le harían una delicada operación en el ojo del culo, llamada “reconstrucción del ano”, y, sin que nadie se lo preguntara, nos hizo saber que mi madre Dorita pagaría todos los gastos de esa operación a contramano, y luego, ya roto el hielo, y puestos a contarnos todos de qué pie cojeábamos, Antonia, amiga de mi madre desde niñas, vecinas de toda la vida, viajeras al Vaticano dos veces al año, nos contó que por un ojo no veía ya nada y por el otro a duras penas entre el diez y el quince por ciento, y que la operarían para implantarle células madres en los dos ojos, con la esperanza de que, en el escenario más optimista, recobrase parcialmente la visión en el ojo negro y mejorase la tenue visión en el nublado o amarillento, porque, según confesó, lo que veía en el ojo que tendía también a apagarse era una mancha amarilla creciente. Me conmovió que mi madre tuviese el buen corazón de pagar ambas operaciones, el viaje, la casa alquilada, y que estuviera dispuesta a quedarse una, dos, tres semanas, las que hicieran falta para socorrer a sus amigas delicadas de salud.

Ambas operaciones fueron exitosas y Dorita no tardó en sentenciar que se trataba de dos milagros que había obrado el Papa Polaco desde el más allá. Teresa salió del hospital al tercer día y Antonia, al cuarto. Cuando le pregunté a mi madre cómo estaban sus amigas, me dijo: Tere tiene el poto al treinta por ciento y Toña tiene los dos ojos al cero por ciento, no ve un carajo. Le dije: Pero Antonia tenía uno al quince por ciento antes de la operación, ¿ahora está en cero? Sí, me tranquilizó ella, está ciega de los dos ojos, pero en tres meses estará al cuarenta o cincuenta por ciento. ¿En los dos?, pregunté. Eso aún no se sabe, respondió Dorita, idealmente en los dos, o en la suma de los dos, todo lo que sea arriba de quince por ciento combinado es ganancia. Me sorprendió lo bien que sumaba mi madre, sin duda estaba lúcida y afilada, por lo visto las sesiones de directorio de la minera la habían familiarizado con los números y la conveniencia de echarse una siesta. Porque, para mi sorpresa, mi madre y sus amigas no venían a la isla a visitarnos, decían que el tráfico era atroz y les provocaba quedarse durmiendo largas siestas interminables de tres y cuatro horas, y, cuando despertaban, Tamara les hacía masajes en la espalda y los pies y rezaban el rosario las cuatro, agradeciéndole al Papa Polaco su intercesión milagrosa.

Una mañana muy temprano mi madre saltó de la cama, hizo sus ejercicios espirituales y les dijo a sus amigas que vendrían a visitarnos. Eran las ocho. Salieron a las ocho y media. No sabían quién debía manejar. Antonia no veía nada, así que la sentaron delicadamente atrás. Mi madre tenía la licencia expirada, prefirió sentarse en el asiento del copiloto. Teresa tomó el volante, encendió la camioneta que yo les había prestado y se dirigió a nuestra casa. A sugerencia de mi madre, empezaron a rezar el rosario en latín. No se sabía si Antonia rezaba o dormía, pero musitaba algo débil, inaudible. Teresa manejaba deprisa, no porque estuviera apurada, sino porque no conocía otra manera de conducir. Unos semáforos más allá, tal vez porque sintió un cosquilleo o una picazón en la zona operada y quiso reacomodarse, pisó el acelerador en lugar del freno y chocó aparatosamente contra un auto detenido en la luz roja. La colisión fue tan violenta que las bolsas de aire se inflaron de golpe, tan repentinamente que Dorita y Teresa quedaron aturdidas, aprisionadas, bobas por el impacto, mientras Antonia despertó de su letargo y recuperó de pronto la vista parcial en los dos ojos y gritó: ¡Milagro, milagro, ya veo! Dorita la amonestó: ¡Si ves, por qué carajo no avisas que vamos a chocar! Luego le dijo a Teresa: Chola, ¿estás bien? Teresa respondió: Creo que sí, pero no veo por un ojo. Dorita sentenció: No te quejes, hija, estás tuerta, pero Antonia ve por los dos ojos, así que algo hemos mejorado. Al ver que la señora del carro siniestrado bajaba y se acercaba con gesto furioso, Dorita gritó: ¡Acelera, Tere, fúgate, no seas cojuda! Pero Teresa se negó a escapar y dijo: Ni cagando, nos quedamos y pagamos. Pagará mi hijo Jimmy, dijo Dorita. Antonia dijo exultante, maravillada: Qué linda es la luz de Miami. Cállate y no hables huevadas, le dijo Dorita.

Luego se bajó de la camioneta y le habló en español a la señora del auto chocado: Mira, hijita, mi hijo es Jimmy Barclays, de la televisión, el mandamás del canal Mega, él va a ser el próximo presidente del Perú, así que tú llámalo a su casa y él te paga todo, ¿ya? Y no me hagas más líos porque yo soy Dorita Lerner viuda de Barclays y, si me metes un juicio, te voy a destruir y te voy a meter presa, ya sabes, porque ya te he sentido clarito el tufo a alcohol. Así que apunta el número de Jimmy y llámalo y él te paga todo, es un gran huevón. Chau, hijita, chau, que Dios te pague, dijo Dorita y subió a la camioneta y Teresa pisó a fondo el acelerador, sin reparar que la señora casi no hablaba español. Minutos después, sonó mi celular, despertándome, y la mujer chocada, una brasilera, me preguntó llorando si le pagaría todo. Sí, por supuesto, dije, como un gran calzonazos.

Jaime Bayly
http://goo.gl/jeHNR


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