23.ABR Martes, 2024
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Opinión

El periodista fue invitado a tres eventos y prometió no faltar a ninguno. Conoce el desenlace de esta divertida historia aquí.

La asistenta del músico A me escribe un correo para invitarnos a mi esposa y a mí al concierto que A dará el sábado en la arena de la ciudad.

La actriz G viene al programa y me invita a una obra de teatro en la que ella actúa el sábado en el centro de la ciudad.

El cantante C ha tenido un mal día, pero no por eso cancela nuestra entrevista y me permite un diálogo risueño y me invita a su concierto el sábado en un moderno anfiteatro de la ciudad.

A todos les digo que iré sin falta. No miento. En el momento de prometer mi asistencia, estoy convencido de que en efecto iré.

Llega el sábado a la tarde. La asistenta de A me escribe recordándome que los boletos están en la taquilla a mi nombre y debemos llegar a las ocho y media. G no me escribe ni deja boletos, pero le aseguré que iría a verla y ella vive en la isla en que vivimos nosotros y es una antigua amiga y no quisiera fallarle. El asistente de C me escribe preguntándome si iremos y recordándome que C quiere salir a cenar con nosotros después del concierto.

Quisiera quedar bien con A, G y C, pero es imposible estar en tres lugares a la vez. Habrá que elegir. No parece fácil.

Mi esposa me dice que al concierto de C no quiere ir porque no entiende ese tipo de música. La actriz G le cae bien, pero en general el teatro no le interesa. Lo tiene claro: quiere ir al concierto de A, y si no la acompaño, irá sola.

Ella se sabe todas las canciones de A. Hace seis años fuimos a un recital de A en la misma arena. Aquella vez salí presuroso y no quise pasar al camerino a saludarlo y mi esposa, que entonces era solo mi amiga, se enojó por eso. Siento que le debo un encuentro con A, una foto con A. Ella es delicada y no me lo pide, pero ha sido clara en decirme que, si no voy con ella, irá sola adonde A.

Aunque me cuesta mucho decir que no, le escribo un correo al asistente de C diciéndole que me da pena, pues me encantaría ver a C, pero mi esposa no quiere ir a verlo, ella quiere ir a la función de A.

G no es realmente un problema porque podemos ir a verla al teatro el próximo fin de semana.

Finalmente vamos al concierto de A. No quiero llegar temprano porque me agobia estar entre tanta gente que podría reconocerme y pedirme fotos. Prestar una y otra vez mi rostro sonriente es como ponerme a trabajar. Ya me pasó hace seis años. Aquella vez llegamos temprano, a la hora que nos citaron, las ocho de la noche, y esperamos una larga hora, y nos emboscaron no sé cuántas fanáticas de A, premunidas de sus teléfonos móviles, ansiosas por disparar la bendita foto. Por eso ahora me demoro en salir, manejo despacio, como una señora, y, al llegar, doy vueltas, buscando un parqueo, haciendo tiempo, esperando a que el concierto empiece.

Nos habían citado a los ocho y media y ya son las nueve y media y recién estamos pidiendo los boletos. Cada asiento, de haberlo pagado, costaría trescientos dólares, pues son los más exclusivos, a pocos metros del escenario, tan cerca que, cuando llegamos, ya el concierto bien comenzado, A parece habernos visto.

Me siento, observo y calculo. En la arena caben diecinueve mil personas. Fácilmente hay esa noche unas quince mil. Está realmente llena. Es impresionante. Hemos estado allí cuando cantó el mítico S y solo había tres o cuatro mil. El corsario de A ha llenado el estadio, es un campeón, muy pocos lo consiguen en lengua española. En promedio cada entrada cuesta unos ochenta dólares. O sea que A debe de estar facturando, brutos, arriba de un millón, de los cuales le quedarán, netos, quinientos o seiscientos mil. No está mal para dos horas de trabajo.

Hagamos números. Si A está recaudando, en total, un millón doscientos mil dólares, unos cuatrocientos mil se le irán en impuestos. No puede darse el lujo de no pagarlos. Es demasiado famoso. Quedarían ochocientos mil. Calculo que en las pantallas LED se gastará cien mil. Son realmente vistosas, le dan un aire majestuoso al evento. Quedan setecientos mil. En pagar a los músicos de la banda, se irán unos cien mil, a diez mil por cabeza, un excelente pago. Quedan seiscientos mil. En las decenas de personas con camisa amarilla que sirven de acomodadoras con linternas y cuidan sus zonas y, nada más terminado el recital, levantan las sillas plegables y limpian todo con gran rapidez, se irán otros cien mil, no más. Es decir que al consumado hipnotizador A le quedarán limpios unos quinientos mil dólares esa noche. Bien por él. Los merece.

Yo no he pagado un solo dólar por entrar. En un rapto de avaricia, tampoco he querido pagar cuarenta dólares por el parqueo y he dejado el auto en un estacionamiento público, pagando con monedas de mi esposa. Ya durante el concierto, nos ofrecen tragos pero declinamos. Mi esposa compra una botella de agua y paga un dólar. Es todo lo que hemos gastado: apenas un dólar.

Por cada diez mujeres hay un hombre. Casi todas están absortas, hechizadas, casi levitando. Es enternecedor ver a mujeres mayores y jovencitas poseídas por la fiebre de A, entregadas por completo a él, delirando de entusiasmo con cada canción. Mi esposa está de pie, tiene una memoria fantástica para la música, se sabe todas las canciones, las canta delicadamente, no a gritos, como las señoras embrujadas que nos rodean. Yo permanezco sentado, mirando con curiosidad, calculando cuánto está ganando A. Me deprimo haciendo números. Me siento, a su lado, un mediocre, un perdedor.

A poco de terminar el concierto, un asistente de A nos pide que nos quedemos sentados porque A quiere que pasemos a su camerino a saludarlo. Hay que ser agradecidos y pasar a saludar. Ha sido una linda noche. Mi esposa está feliz. Nos quedamos sentados, tan contentos. La gente se va deprisa y nadie me reconoce.

Nos hacen pasar a un salón de espera. Hay unas chicas muy lindas esperando al gran seductor. Deben de ser modelos, son realmente preciosas. Nos regalan botellas de agua. Nos hacen pasar a otro salón. Revisan nuestros pases, credenciales, bolsos. Pasamos a una especie de camerino donde deben cambiarse los jugadores de básquet cuando se presentan en esa arena.

Por fin llegamos adonde nos espera A. Hay una larga cola de admiradores, todos esperando su turno para darle un abrazo y hacerse la foto. A nos ve y se acerca a saludar con gran amabilidad. Me dice que me escribió un correo y nunca le respondí. Le digo que no recuerdo haberlo recibido. Nos reímos. Llega nuestro turno y A saluda a mi esposa con familiaridad y simpatía. La conoce por el programa. Le aclaro que es mi esposa, no mi hija. Les hago fotos. A me dice que estoy poniendo el dedo en el lugar incorrecto, que mi dedo está obstruyendo la foto. Retiro el dedo. Hago más fotos. Le digo: Usted sabe mejor que yo dónde poner el dedo. Se ríe con ganas. Disparo. Salen fotos lindas porque se han reído de verdad.

Antes de despedirnos, le agradezco, le digo que nos encantó el concierto, quedamos en vernos pero parece improbable que nos veamos porque él viaja mucho. Le digo que le dejaré mis señas a su asistenta. Está cansado y sin embargo encuentra reservas de afecto para sonreír y palmotearnos la espalda. Hasta pronto, le digo.

Mi esposa está contenta. Por fin conoció al legendario A. He cumplido. Las fotos no están tan mal. En varias sale mi dedo, si seré tonto. Pero en otras he sacado el dedo y A y mi esposa salen riendo con naturalidad. Ha sido un gran momento. Valió la pena quedar bien con mi esposa y mal con C y G. No se puede estar en todas partes. No se puede ganar todas las partidas.

Luego perdemos una hora en el atasco del tráfico pero mi esposa está tan contenta mirando las fotos y editándolas que me digo que hice bien en acompañarla y no dejarla sola en el concierto.

Además, si iba sola, quizá luego se iría a comer con A y se enamorarían y yo la perdería para siempre, un riesgo que, prudentemente, supe conjurar.

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