Dorita Lerner (setenta y cinco años, viuda, millonaria, misa y rosario diarios) compró las casas vecinas a su antigua casona de Miraflores, las mandó a demoler mientras viajaba por Europa y, con la ayuda de dos decoradores limeños que se esforzaron por disimular sus amaneramientos y mohines para que ella, tan religiosa, no fuera a escandalizarse y despedirlos, las convirtió en un jardín ornamental, lleno de plantas frondosas y flores exóticas, en el que se sentaba a rezar todas las tardes, aun si hacía frío o caía una odiosa garúa. Ella lo llamaba “El Jardín del Paraíso” y le gustaba imaginar que el cielo al que ascendería luego de morir no sería un lugar tan distinto a ese bello terreno floreado en el que inexplicablemente encontraba una paz que no hallaba en ninguna otra parte de su casa.
Un sábado por la tarde Dorita estaba rezando con los ojos entrecerrados, pidiendo por cada uno de sus diez hijos, por cada uno de sus veinticuatro nietos, por sus padres ya fallecidos, por su esposo ausente, por su hermano difunto que la hizo tan rica, legándole minas de plata y zinc, cuando de pronto sintió un golpe seco contra las ventanas del segundo piso que daban a la terraza, y luego el aleteo inconsciente y errático de una paloma herida, y enseguida el cuerpo del pájaro cayendo en las baldosas de la terraza, a pocos metros de la austera banca en la que ella reposaba, elevando sus plegarias. De inmediato se puso de pie, se acercó a la paloma que agonizaba, la recogió y la vio morir en sus manos con un manso sosiego que ella interpretó como un mensaje divino.
–Bienvenido seas, Paráclito, Santo Espíritu, consolador –le dijo, conmovida, y besó a la paloma muerta.
Luego la llevó a la cocina, llamó a su personal doméstico a gritos (dos empleadas, un chofer, un jardinero, un guardaespaldas) y les ordenó:
–Arrodíllense, que ha llegado el Espíritu Santo.
Sus cinco criados, todos de profunda fe religiosa, se hincaron de rodillas en la cocina, lo mismo que Dorita, y luego ella levantó la paloma muerta como si fuera una ofrenda y recitó en latín, con autoridad:
–_Veni, Creator Spiritus, Mentes Tuórum Vísita_.
Al ver que sus servidores domésticos permanecían en silencio, los ojos llorosos, trémulas las rodillas, Dorita les dijo:
–No sean huevonazos, no se queden callados, repitan conmigo: Veni, Creator Spiritus, Mentes Tuórum Vísita.
Cada uno pronunció a su manera la sentida oración en latín. Dorita se puso de pie, dejó delicadamente a la paloma sobre la mesa de la cocina, sacó un cuchillo afilado y se dispuso a cortar el cuerpo exangüe del ave.
–¿Qué hace, señora? –se sobresaltó su custodio, al verla empuñar un cuchillo.
–Voy a disecar al Espíritu Santo –dijo ella, los ojos luminosos, extranjeros a toda duda.
–¿Va a cortar a la paloma? –preguntó la cocinera.
–Claro, pues, hijita –respondió Dorita, con impaciencia–. ¿O tú crees que me voy a comer al Espíritu Santo con arroz y huevo frito?
Nadie osó reír: con la señora Lerner nunca se sabía cuándo hablaba en serio y cuándo en broma. Dorita extendió las alas de la paloma y le hizo un tajo en el vientre, a la altura del buche, y un líquido amarillento verduzco salió expulsado por la parte baja, entre las patas. Dorita untó sus manos con ese líquido, estiró los brazos hacia arriba, como hablando ensimismada con el Ser Supremo, pronunció unas gratitudes en latín y luego se aplicó el líquido en las mejillas y la frente.
–¿Qué hace, señora? –se angustió el chofer, que no entendía por qué su jefa parecía en trance con la paloma muerta–. ¿Por qué se mancha con la pila del pájaro?
–No seas huevonazo –le dijo Dorita, sin siquiera mirarlo–. No es meado de paloma. Es el líquido virtuoso del Santo Espíritu, fuente de luz y sabiduría. Es agua que puede ser líquido, hielo y vapor a la vez.
–Ay chucha, no sabía –masculló el chofer, y sin embargo no se animó a embadurnar su rostro con ese líquido extraño que ahora le daba un aspecto macilento a la sonrisa de su jefa, patrona y consejera espiritual.
Cuando Dorita empezó a sacar delicadamente las partes interiores (el buche, el corazón, el pulmón, el hígado, el esternón), vaciando las entrañas del animal, algunos se retiraron de la cocina, haciendo gestos de asco o repugnancia, y solo la infatigable cocinera se le acercó y preguntó cómo podía ayudarla.
–Trae bastante sal –le pidió Dorita.
Luego rezó en latín:
–Qui Díceris Paráclitus, Altíssimi Dónum Déi.
Una vez que el cuerpo de la paloma quedó vaciado por dentro, Dorita lo bañó en sal, lo depositó con reverencia en la refrigeradora, en la parte más helada, junto con los helados de lúcuma y chocolate que eran su perdición antes de irse a dormir, y le dijo a la cocinera:
–Con el corazón y el pulmón y toda la tripita hazme un buen caldo de Espíritu Santo para levantar muertos.
Todavía conmovida por la súbita aparición de la Santísima Trinidad en el jardín de su casa, Dorita hizo un par de llamadas telefónicas y contrató a un taxidermista para que al día siguiente terminara de disecar a la Sagrada Paloma Mensajera.
–No sé si quedará bien, señora –le dijo el experto–. Disecar una paloma es complicado, tiene su maña.
–No seas huevonazo –le dijo Dorita–. Va a quedar perfecto. Y si queda mal, te corto un huevo.
El taxidermista se rio, pero Dorita permaneció seria, muda, al otro lado del hilo, y él no supo ya si la señora bromeaba o qué.
Esa noche, antes de irse a dormir, Dorita bebió el caldo de paloma que le preparó su cocinera y sintió que una fuerza bienhechora, curativa, milagrosa, invadía su cuerpo, la elevaba a un lugar virtuoso y la acercaba al Supremo Hacedor. Confortada por el caldo, durmió diez horas sin interrupciones, habló en sueños con sus padres ya fallecidos y se sorprendió de que en el cielo hubiera caballos blancos que ella montaba como en los años de su juventud, cuando era campeona de saltos ecuestres en Lima.
Al día siguiente, el taxidermista hizo correctamente su trabajo, mientras Dorita, a su lado, le daba instrucciones precisas:
–Las alas bien abiertas, papito, que es el Espíritu Santo, no tu pajarito enfermo que seguro que ya no vuela.
O bien:
–Píntale el pico de un rojo primavera.
O incluso:
–No me gusta así, toda ploma. Queda triste. Píntame de blanco a mi Paráclito. Dale alegría, pues, mamerto.
Una vez que el cuerpo de la paloma estuvo perfectamente disecado, pintado de un blanco níveo, inmaculado, como si no hubiera pasado por el percance de la colisión y la agonía, como si ahora volase hacia la eternidad, Dorita lo exhibió sobre un panteón de mármol que hizo construir en medio de su jardín, el Espíritu Santo disecado, las alas abiertas, suspendido sobre un plato de plata, en el que había mandado a escribir: “Lava lo que está manchado, riega lo que está árido, sana lo que está herido. Sin tu ayuda, nada hay en el hombre, nada que sea bueno” (Dorita Lerner viuda de Barclays, Lima, octubre de 2015).
Cuando Dorita Lerner le contó por teléfono a su hijo Jimmy Barclays, que vivía lejos del Perú, la historia del Espíritu Santo disecado en su jardín, Jimmy no pudo reprimir una carcajada y le dijo:
–No seas paloma, mamá.
A lo que Dorita respondió, sin perder el buen humor:
–Tú no seas huevonazo, oye. ¿Cuándo vas a venir a Lima para rezar conmigo ante mi Paráclito en el jardín?
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