No sé por qué me han hecho fama de tacaña. No me considero una mujer avariciosa, rácana, roñosa. Pero sí soy cuidadosa para gastar, enemiga de endeudarme, consciente de que hay que guardar pan para mayo y leña para abril, muy seria, casi alemana, para ahorrar. Gano bien como locutora de televisión, gasto lo menos posible, ahorro todo lo que puedo y gracias a eso he amasado un modesto patrimonio que me permitiría vivir el resto de mi vida sin trabajar. Pero no sé vivir sin trabajar. Soy sumamente trabajadora, casi diría una adicta al trabajo.
Es cierto que no me gusta gastar dinero. No encuentro placer en darme aires de señora lujosa. Detesto pagar por cosas suntuarias. Podría comprarme un carro caro; sin embargo, prefiero manejar un modelo japonés súper económico. Podría viajar en primera, no obstante trato de no viajar siquiera en clase turista, más gozo ahorrándome el viaje que gastando tontamente en aviones y hoteles que solo me incomodan. Podría tener una casa grande y ostentosa, empero me quedo feliz en esta casita muy de clase media, ni lujosa ni desastrosa, el justo medio.
Disfruto ahorrando antes que gastando. No he nacido para ser dispendiosa, botarate, manirrota. Vivo de mi sueldo como locutora y los anticipos de herencia que cada año me da mami. Todo lo voy guardando en el banco. No me gusta arriesgar en la bolsa o en inversiones alocadas que prometen grandes retornos y luego te esquilman. La codicia puede ser una trampa mortal, eso lo aprendí de mami, que, como yo, es súper conservadora con su plata y desconfía de los financistas con aires de sabihondos que se ofrecen a manejarle su dinero. Como mami, veo en esos tahúres oportunistas a una gavilla de embusteros, petardistas y estafadores, y no les doy ni el saludo, mucho menos mi plata tan tenazmente atesorada.
Mis amigas dicen que soy tacaña porque no tengo empleada doméstica, no me gusta salir a comer y no uso la secadora de ropa ni el aire acondicionado porque consumen mucha energía. En cuanto a lo primero, es cierto que prefiero no contratar una mucama porque me duele en el alma pagarle un montón de plata solo para limpiar la casa, que si no la limpia ella ni yo, ni cuenta me doy, será que soy cochina o miope, pero no veo el polvo, la suciedad. Además, me gusta estar sola en la casa con mi marido y andar en calzón o desnuda, sin compartir mi privacidad con una mujer de servicio. En cuanto a lo segundo, es verdad que mi marido y yo preferimos no comer en la calle, nos duele que cobren treinta o cuarenta dólares por un plato que además suele ser magro, diminuto, no sé por qué en estos tiempos las raciones tienden a volverse microscópicas. Odio gastar un dineral, y más encima la propina, que en este país es obligatoria, cuando bien podría comer en casa, y hasta más rico. Por eso me quedo en casa y cocino mi especialidad: huevos duros, bien cocidos, sin yema, solo la clara blanquita, sin sal. Hago diez huevos, me como cinco y mi marido se empuja otros cinco y quedamos bien satisfechos y nos ahorramos cien dólares cada vez que no salimos a comer. En cuanto a lo tercero, me parece un crimen usar la secadora de ropa cuando las prendas igual se secan colgadas en un tendedero de alambre y el aire acondicionado no lo prendo ni el día más sofocante del verano porque antes me abanico mis partes o me las abanica solícito mi marido.
¿Soy tacaña por no dilapidar mi plata en carros de alta gama, no comer en restaurantes de lujo, no viajar a las grandes ciudades europeas, negarme a comprar ropa de marca? No, no diría que soy tacaña, más exacto me parece decir que soy comedida, juiciosa con mi dinero. Y eso, ¿por qué? Porque me cuesta mucho trabajo ganarlo como locutora ancla del telediario y a mami le costó mucho trabajo heredar de papi la fortuna que ahora posee y cada año comparte amorosamente conmigo como si dejara caer una garúa o lluvia finita, muy típica de la ciudad en que nací. ¿Cuánta plata he sabido ahorrar? Bastante, más de lo que imaginé, suficiente para vivir austeramente treinta años, hasta que cumpla ochenta. Mi gran temor es que me despidan del canal y nadie quiera contratarme porque soy una locutora veterana, con cincuenta años cumplidos, y que mami viva hasta los cien años y no me deje nada de herencia. Me encanta hacer mis números y calcular que con mis ahorritos podría vivir hasta tres décadas sin trabajar. Y además está el sueldo de mi marido, que también ha hecho carrera en la televisión y tiene mucho éxito presentando el bloque de farándula en el noticiero de otro canal, aunque él no es tan ahorrativo como yo, le gusta gastar su sueldo en vinos de bodegas nobles, corbatas italianas carísimas que me dan un vahído y la mejor hierba fresca de la ciudad, que yo desde luego le acompaño a fumar los fines de semana.
Ya no recuerdo la última vez que fui a un centro comercial a comprar ropa. Me da vértigo, mareos, ir de compras. Aborrezco que me tomen por lela y me metan la mano al bolsillo. No necesito ropa nueva, con la que tengo basta y sobra, y además mami cada tanto me regala ropa fina que da de baja. No trato de impresionar a nadie con mi ropa, lo que busco es la comodidad. La ropa vieja es siempre más cómoda que la nueva, no me cabe duda de eso. Y además una se encariña con ciertas prendas que evocan momentos felices, y usarlas es como volver al pasado y rejuvenecer un poco. Mi marido se ríe porque mis calzones y sostenes y medias están un poco ahuecados, desvaídos, y yo dejo que se ría a sus anchas y no me importa usar un calzón con hueco o directamente no ponerme calzón, prefiero eso antes que hacerme la dama de seda y gastarme una fortuna en prendas íntimas que nadie verá, a no ser por mi marido, que, la verdad, tampoco les presta ya mucha atención, pues llevamos tantos años juntos que no me mira con la lujuria de antaño.
Donde mis amigas ven placer yo veo el disgusto de gastar: ellas gastan en spas, masajes, relojes, joyas, ropa de hechura italiana, autos principescos, yo me refreno, me inhibo, no me sumo al festín consumista, encuentro más placer no en complacer mis caprichos y apetitos desmesurados, sino en calcular cuánto he sabido ahorrar por no ceder a esas tentaciones frívolas, malsanas. Ellas se regodean gastando, yo me regocijo ahorrando. Ellas usan cremas faciales de cien dólares, yo me lavo la cara con jabón; ellas gastan fortunas en la peluquería, yo pago máximo veinte dólares por un corte de pelo; ellas van a comer al Ritz, yo compro tacos y tequeños en la gasolinera; ellas usan zapatos de quinientos dólares, yo calzo zapatos viejos que me regala mami; ellas dependen económicamente de sus maridos, yo he ahorrado tanto que no dependo de nadie, ni siquiera de las donaciones anuales de mami, que van directamente al banco y ni las toco, antes las ponía en euros, pero ahora conviene más ahorrar en dólares.
La otra noche mi marido me insistió tanto en salir a comer que finalmente cedí porque, bueno, era su cumpleaños, y tuve que avenirme a sus planes, y terminamos en un restaurante francés. Cuando me dieron la carta y vi los precios, se me fue el hambre de golpe, quedé sin aliento, me sentí furiosa de que cobraran tan caro esos desgraciados. Solo pedí agua de caño, pan blanco y manteca, me negué a pedir las exquisiteces absurdamente caras. Mi marido comió entrada, plato de fondo y postre, yo pedí caramelos de menta gratis como bajativo. A la hora de pagar, me excusé y fui al baño y cuando regresé ya mi marido había pagado, menos mal. Y no sé si seré tacaña, pero los restos del postre los envolví en una servilleta y metí en mi cartera, junto con los panes crocantes que no alcancé a comer, y el salero, el azucarero y dos cucharitas, y no es que sea cleptómana, pero qué se habrán creído esos franceses mal cogidos para cobrarnos un dineral por esos platos enanos para pajarito.
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