Hace cinco años, cómo pasa el tiempo, mi novia lolita me dijo que estaba embarazada, lo anunciamos en la televisión y, al día siguiente, me reuní con mis hijas, entonces adolescentes, y les conté que con suerte sería papá por tercera vez. Comprensiblemente, ellas, muy cercanas a su madre, se entristecieron y preocuparon, y aunque les prometí que nada cambiaría entre nosotros, no me creyeron, y el tiempo demostró que tenían razón, pues todo cambió con ese embarazo que yo había deseado desde que me enamoré de mi lolita.
Semanas después, mis enemigos políticos, conjurados con el dueño del canal, que no perdonaban que yo tuviera mi propia agenda y no fuese su marioneta, y veían con hostilidad mis ambiciones políticas, y deploraban que hubiese apoyado a una señora de izquierda que improbablemente ganó las elecciones prometiendo adecentar la política, consiguieron guillotinarme, viendo caer mi testa parlante y silenciándome de cara a las presidenciales que se celebrarían en apenas medio año. No se me dio tiempo siquiera para despedirme del programa que había dirigido durante años, todos los domingos, ni se me dijo por qué me despedían, si los números de audiencia eran muy buenos (“estoy entre la espada y la pared”, me dijo el dueño, sin precisar quién era el espadón que lo amenazaba). La razón era simple: el dueño y sus aliados (el presidente en funciones, el alcalde saliente, la candidata conservadora derrotada, el ex presidente truchimán que volvía por sus fueros) eran todos mis adversarios, y lo mismo querían neutralizar mi probable candidatura presidencial que silenciar mi voz de francotirador que acabaría disparando sin compasión contra ellos.
Aquellos fueron días desoladores para mí, no solo porque me sentía injustamente despedido (en las presidenciales anteriores había combatido a quien era también enemigo del dueño del canal, y no se me había decapitado, al contrario, me habían subido el sueldo por impedir que ese candidato ganase), sino porque, ya sin trabajo, y con mi novia embarazada, llamé a los demás canales de Lima y ninguno de sus jefes se puso al teléfono, dándome a entender que nadie quería ponerme de vuelta en pantalla, y, para colmo de males, me peleé con mi ex esposa y mis hijas, que eran mis vecinas en el edificio, y, furioso, le pedí como un patán a mi ex esposa que hiciera maletas y se marchase con todos sus huesos, pues ella veía con animosidad a la jovencita de apenas veintidós años de la que me había enamorado.
En medio de esas turbulencias, sintiéndome traicionado por la televisión de mi país, enemistado con mis hijas, alejado de mi madre, que veía con recelo mi agenda laica y libertaria y era confidente de algunos de mis adversarios, principalmente el presidente en funciones, aunque también el jefe de su iglesia, tenía que decidir si tendría el coraje y la audacia para ser candidato e inscribirme a finales de año. Las encuestas no eran desalentadoras, me daban entre cuatro y cinco por ciento de intención de voto, y en las calles sentía la simpatía de los jóvenes que aspiraban a un cambio, y yo desde niño había soñado con entrar en política y aspirar a los honores más elevados, y en dos mítines realizados ese mismo año había medido con buenos resultados el fuego incipiente de mi oratoria, pero había dos grandes escollos que rebajaban mi entusiasmo y me llenaban de dudas: no tenía suficiente dinero para financiar una campaña mínimamente solvente, que los expertos decían que podía costar tres o cuatro millones de dólares, y no había sido capaz de sellar una alianza con un partido inscrito para competir en los comicios venideros. Si quería entrar en política para redimirme del deshonor que me habían infligido, echándome a patadas de la televisión, y dar la pelea por la presidencia, tenía que gastar todos mis ahorros, quedándome sin reservas para costear las universidades presumiblemente caras, extranjeras, a las que asistirían mis hijas, pues con el sueldo de presidente no pagaría siquiera una de ellas, y privándome de los fondos que había sabido atesorar, pensando en mi retiro; y si luego perdía y no era elegido presidente, no tendría ya dinero en el banco, acaso estaría endeudado y sería imposible que la televisión me contratase de vuelta como díscolo francotirador. En cuanto al partido político, me había peleado con uno muy pequeño, que al principio me veía con cierta simpatía, y después había sido amablemente desdeñado por uno conservador, de raíces religiosas, que, lógicamente, no podía apoyar a un agnóstico, liberal, bisexual como yo, y entonces solo quedaba en pie la posibilidad de correr en representación de un partido histórico, que había llegado tres veces al poder, cuyos jefes tuvieron la generosidad de apoyarme, aunque luego me advirtieron de que, si quería ser un candidato con legitimidad democrática, tenía que ganar las primarias del partido, compitiendo con un par de legisladores provincianos que no veían con buenos ojos que un advenedizo como yo los desplazara de sus muy humanas ambiciones. Sin dinero de donantes o contribuyentes, ni por cierto de mi madre, que no podía apoyar una operación política tan contraria a sus creencias religiosas, y sin un partido que me respaldase fuera de toda duda, y estando mi novia firmemente en contra de que me metiese todavía más en el pantano de la política, pues desde la televisión había hecho carrera de opinante y tiratiros de los asuntos políticos, me encontraba, sin embargo, a punto de comunicar a mis amigos del partido histórico que me inscribiría contra viento y marea, cuando, inesperadamente, un canal basado en Miami, para el cual había trabajado en una exitosa temporada de tres años, me propuso un contrato muy bien pagado para regresar con el programa todas las noches.
No era una decisión fácil: si elegía ser candidato, tenía que estar dispuesto a perder mis ahorros y muy probablemente también las elecciones y quedarme los años siguientes en Lima, sin trabajo, viviendo sabe Dios de qué; y si aceptaba la oferta de Miami, ganaría mucho dinero, mi novia estaría contenta, nuestra hija nacería con los mejores augurios en una ciudad que había sido tan benigna conmigo, reanudaría mi carrera de hombre de televisión, negándome a que el final fuese un triste despido, pero, y esto me apenaba, dejaría pasar la oportunidad de cumplir uno de mis sueños, el de ser candidato presidencial y, si acaso, darle ocasionales orgullos a mi madre, sobre todo cuando no me tocase hablar de asuntos religiosos. Lo hablé con mi novia y solo con ella, pues mis hijas habían dejado de hablarme, y comprendí que aquel no era el momento de arrojarme, intrépido, al abismo de la política, y firmé con el canal de Miami, y en noviembre ya estaba en el aire, y ni siquiera tuve tiempo de despedirme de mis aliados del partido histórico, que terminaron apoyando la candidatura de un ex presidente crapuloso y marrullero.
Cinco años después, mis enemigos agonizan en el poder, haciendo un gobierno bastante chafarrinón; el empresario que me despidió terminó vendiendo el canal a un genio de las finanzas que venía a la casa a jugar fútbol cuando éramos niños; sigo haciendo el programa en Miami todas las noches; mi hija mayor está a dos semestres de graduarse de la universidad y mi segunda hija, a cuatro; he consolidado mi patrimonio, gracias a la buena marcha de mis emprendimientos y a las donaciones de mi madre; mi esposa y yo no tenemos quejas ni reproches al destino y somos insolentemente felices con nuestra hija que aún no ha pisado Lima; y todas las noches, cuando salgo a caminar, doy gracias a Dios, siendo agnóstico, y a mis enemigos, siendo rencoroso, por haberse conjurado hace cinco años para darme esta segunda vida tan inmerecidamente feliz.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.