Ya no salgo a caminar de madrugada. Ahora monto en bicicleta una hora. A veces la Policía me detiene y advierte cordialmente de que no llevo suficientes luces y estoy en peligro de ser atropellado. Le prometo encenderme de luces como un árbol de navidad, pero, por supuesto, no hago nada.
El problema de montar en bicicleta es que, pasada media hora, cuando emprendo el camino de regreso, siento un dolor en el culo que no cesa y se agrava con cada vuelta de pedal y es como si me hubieran sodomizado ocho balseros recién llegados. Al volver a casa, a duras penas puedo caminar, tengo un incendio entre las posaderas y necesito meterme en la piscina, o la ducha fría, para sofocarlo.
Mi hermano A me ha recomendado una bicicleta de alta gama, como la que él usa en sus triatlones por el mundo, competencias en las que monta en bicicleta noventa kilómetros, y además nada y corre, y todo lo hace en poco menos de cinco horas. Fui a la tienda que me sugirió, pero la bicicleta que él usa costaba diez mil dólares y salí escandalizado, refunfuñando, murmurando insultos contra el vendedor usurero. De ninguna manera voy a gastar más de doscientos dólares en una bicicleta. De momento seguiré usando la que tengo, una que compré hace cinco años, cuando regresé a la isla.
Mi esposa S ha comprado un asiento acolchado y lo ha adherido al sillín de mi bicicleta y, gracias a eso, el dolor quemante en el culo es ahora algo menor, aunque sigue siendo una molestia. También me ha comprado unas pantalonetas cortas para ciclista, con unos pañales mullidos para proteger las sentaderas, pero me niego a usarlas porque me sentiría un anciano incontinente con pañales, listo para orinarse encima de la bicicleta, como mi hermano A me ha contado que se orina cuando está en triatlones, pues detenerse para ir al baño le haría perder minutos valiosos.
Lo bueno es que me he reconciliado con el noble hábito de montar en bicicleta, tan conveniente para la salud. Lo había interrumpido hace siete años, cuando sufrí un accidente en Madrid, en la avenida de Menéndez Pelayo, bordeando el Retiro, en circunstancias en que pedaleaba a toda prisa, de bajada, y un coche delante de mí frenó bruscamente, y yo frené apenas pude, y volé por encima de la bicicleta y caí pesadamente como un saco de papas, rompiéndome el húmero derecho, lo que amortiguó la caída y tal vez me previno de lesiones peores. Quedé tan traumado con esa caída, que no había montado en bicicleta desde entonces, pero ahora me siento tranquilo y seguro, porque una cosa es ir en bicicleta por las calles de Madrid, tan llenas de coches y peatones, y otra muy distinta, por las calles apacibles de esta isla, donde muy infrecuentemente ves un peatón y hasta un carro, a la hora en que salgo a pedalear, la una de la mañana.
No somos pocos los que en mi familia tenemos cierta pasión por el ciclismo. Los más competitivos son mis hermanos A y F, que viajan por el mundo corriendo en maratones y triatlones, llevando sus bicicletas de alta competencia, carísimas, tan caras como un auto. Ellos son verdaderos atletas, no tienen un gramo de grasa, pesan veinte kilos menos que yo, y han llevado el ciclismo a niveles de excelencia de los que yo sería incapaz. Pero también está mi hermana D, que vive la mayor parte del año en Máncora, cerca del mar, y que, pudiendo movilizarse en automóvil, prefiere hacer sus diligencias en bicicleta, aun a riesgo de ir por la autopista en medio de camiones y autobuses que pasan rugiendo como bestias salvajes. Mi hermana siempre fue una aventurera, y lo mismo montaba en moto que en bicicleta, y yo la admiro porque hace una cosa muy ardua: vivir con austeridad, leyendo y escribiendo, sin molestar a nadie, sin aspirar a ninguna forma de protagonismo.
Mi padre no montaba en bicicleta, o yo no lo vi, porque era cojo, lo era desde niño, cuando enfermó de polio, y mi madre tampoco, porque era una pobre criatura asustada de su esposo, sometida a él. No se permitían esa forma tan económica de felicidad como es salir en bicicleta a pasear por el barrio, aunque, desde luego, concurrían a misa los domingos. Para montar despreocupadamente en bicicleta, como he visto a muchas mujeres en Copenhague el mes de agosto, hace falta pensar que uno se merece esa felicidad, ese paseíllo, y al mismo tiempo recordar que a veces se siente uno mejor estando alejado de las personas con las que vive, duerme, trabaja o conspira, y entonces esos minutos plácidos, sosegados, viendo pasar el paisaje a una velocidad ni tan lenta ni tan rápida, nos proporcionan unas cortas vacaciones de nuestra rutina y nuestros amigos y enemigos. A mí, el solo hecho de subirme en la bicicleta ya me cambia de inmediato el humor y me predispone a ver las cosas con espíritu risueño, juguetón.
No puedo, sin embargo, disfrutar del ciclismo amateur si salgo a pedalear de día. Entre mis muchas manías de ermitaño bipolar, cuento una alergia incurable a los rayos del sol. No puedo ser feliz cuando el sol se ensaña con mi complexión de gaviota. Por eso no voy a la playa ni salgo a navegar ni mucho menos me tuesto con baños de sol. Como mi madre D, detesto el sol, huyo de sus estragos perniciosos, y cuando no queda más remedio que exponerme, me unto de protector grasoso, cosa que también aborrezco. Por eso, como en esta isla es verano todo el año y casi siempre quema el sol, no se me ocurre ni en broma salir a pasear de día, cuando salen los caminantes, los corredores, los paseadores de perros, las madres con sus bebés en cochecitos que empujan a la carrera, los ancianos que procuran no olvidarse de caminar. Yo no me sumo a todos ellos, no solo para esconderme del sol, sino para que no vean lo perezoso que soy, lo despacio que pedaleo la bicicleta, casi como si fuera a caerme. De noche todo es más discreto y casi clandestino, y puedo hablar solo, improvisar un discurso político, entrevistarme, desvariar, y nadie me oye ni hago el bochorno en el vecindario.
Tengo cincuenta años, estoy mejor de salud que hace cinco años, cuando tenía el páncreas hecho paté y los pulmones infectados, ya no me apetece viajar en avión, no pierdo el tiempo imaginando que sería más feliz en otra ciudad, y si recuerdo las ciudades en las que me ha tocado vivir, sea por perseguir a un amor o encontrar la calma propicia para escribir (Lima, Madrid, Washington, Miami, Buenos Aires, Bogotá), me doy cuenta de que solo he podido ser ciclista en dos de ellas (Madrid y Miami) y en las otras, sobre todo en Lima, no he tenido una bicicleta ni la he pedido prestada ni me he aventurado a salir a pedalear, quizá porque presentía que era peligroso o porque me conocían por la televisión y no quería exhibirme más. Todas las horas que pasé en bicicleta en el parque del Retiro en Madrid, después de tragar ocho o diez cápsulas de fluoxetina para corregir mi ánimo y llevarlo a un lugar cercano a la euforia, fueron absolutamente bienaventuradas, y sin embargo es en esta isla, de noche, sobre una bicicleta, donde más he gozado surcando el viento cálido, contemplando el cielo estrellado, envidiando las grandes mansiones frente al mar, embriagándome de mí mismo (y ahora sin pastillas de fluoxetina).
Cuando me retire de la televisión (y eso puede ocurrir tan pronto como el próximo año o el siguiente, cuando mis hijas C y P se hayan graduado de las universidades que me esquilman), compraré un apartamento en Manhattan, cerca de Central Park, y pasaremos allí los meses de verano (junio, julio y agosto) y seré más feliz de lo que nunca he sido, montando en bicicleta todas las tardes por el parque, mientras mi esposa S y mi hija Z patinan y ríen: es así, sobre una bici, como quisiera jubilarme.
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