Mis hijas Camelia y Paulina vinieron a visitarnos el fin de semana desde Nueva York, después de cinco años sin vernos (ni en foto, porque no me aceptan como amiga en sus páginas de Internet y me tienen bloqueada para que no las espíe). Ellas dejaron de hablarme cuando me enamoré de Silvio y quedé dramáticamente preñada a una edad que parecía imprudente, cuarenta y cinco años, y no conocían a Silvio ni a nuestra hija Sol, ya de cuatro años y medio, y no habían querido verme todo este tiempo largo de guerra fría, en represalia por sucumbir a la inopinada pasión amorosa por Silvio, dos décadas mi menor, y por impregnarme de su emisión seminal con la esperanza de tener un cachorro que acabaría siendo Sol, y por pelearme soezmente, con profusión de improperios, a cachetada limpia, con su papá, mi ex esposo Sandro, que una noche en que se hallaba propasado de licores emboscó a Silvio en una calle de San Isidro y lo machacó a patadas y puñetes, dejándolo inconsciente y dejándome casi sin marido: es que Sandro, cuando bebía, se ponía belicoso, salía en moto y buscaba bronca con quien sea.
Estos cinco años largos sin ver a Camelia y Paulina no han estado exentos de discusiones, entredichos, peleas y reproches: apenas terminaron el colegio, se fueron a estudiar cosas raras en Nueva York, y Sandro, su papá, se negó a pagar las universidades, alegando que estaba quebrado, en ruinas, diezmado por la bebida, no quedándome más remedio que endeudarme con el banco del tío Waldo, el único que realmente trabaja en la familia, para costear los estudios superiores de mis hijas; luego me pidieron que les comprase dos camionetas de lujo para recorrer los paisajes bucólicos que rodean a sus universidades, pero les mandé quinientos dólares a cada una y les dije que mejor comprasen bicicletas, así hacían ejercicio y no contaminaban; y cada vez que me pedían pasajes aéreos para irse de vacaciones a Cancún, me hacía la loca y fingía que no había recibido sus correos y ni contestaba. Para colmo de males, se han pasado todos estos años furiosas con mi madre Dorita, solo porque ella era leal a mí, su hija única, Jimena Barclays Lerner, y no les transfería plata por debajo de la mesa, como las bandidas querían, para comprarse sus camionetas y hacer sus viajes de bacanales, saraos y francachelas. Dorita es un sol y cada vez que sus nietas la llamaban para pedirle una donación, un óbolo, ella les decía que primero tenía que consultarme, antes de lubricarlas con un billete amable.
Pero, mal que mal, les he cumplido a mis hijas: pago sus universidades, que cada una me cuesta cinco mil cocos mensuales, diez mil entre las dos, y encima, para sus viáticos, les bajo, como si no me doliera, otros cinco mil mangos entre las dos. Ellas creen que soy rica, que en Radio La Poderosa me pagan una fortuna por el programa que animo todas las mañanas de seis a once, pero no es el caso y me da vergüenza decirles la verdad: que en La Poderosa me han recortado el sueldo a la mitad, y ahora gano apenas diez mil mensuales, y como ellas, sumadas, cuestan quince mil al mes, y Sandro no aporta ni una botella de pisco, tengo que endeudarme con el tío Waldo a cuenta de mi futura herencia, qué más me queda, y con Dorita, que nunca me niega un estipendio, una contribución, porque sabe que estoy desbordada de gastos y a punto de declararme en bancarrota, para que me quiten las tarjetas de crédito, que son mi perdición.
Camelia y Paulina me escribieron un buen día, no sé por qué, tal vez porque estaban aburridas, y me dijeron que estaban dispuestas a venir a Miami a conocer a su hermana Sol y mi marido Silvio. Me puse eufórica, se lo conté a Silvio, no lo podíamos creer, Sol estaba muy ilusionada por conocer a sus hermanas. Después me bajó el júbilo porque comprendí que vendrían en clase ejecutiva y no se quedarían en mi casa, sino en el hotel de la isla, que no es precisamente barato, lo que me obligó a pedirle a Dorita un préstamo blando, un salvataje financiero, que me fue concedido con una sola condición: que llevase a mis hijas y mi marido a misa el domingo. Desde luego me comprometí con ella a cumplir su petición, aunque, llegado el domingo, me olvidé por completo de ir a misa y tuve que mentirle y decirle que habíamos rezado piadosamente, en familia, y hasta nos habíamos confesado.
No tengo quejas: Camelia y Paulina se portaron divinamente, como dos mujeres muy bien educadas. Le trajeron un osito de peluche a Sol, una botella de champán a Silvio (es la fama que él tiene) y una camiseta XXXL a mí. Yo sé que soy tetona y estoy mórbidamente obesa, pero cuando me la probé parecía que me había metido en la carpa de un circo, me sentí humillada, bastaba con una XL, no tenían que traerme un polo para hipopótamo. Todo salió bien, mejor de lo que esperaba: Sol estuvo fantástica, Silvio muy en su sitio, yo emocionada, moqueando, secándome las lágrimas, al borde de un síncope, sin poder creer que, por fin, mis tres hijas estaban conmigo, su madre que las adora. Para calmar los nervios tomé demasiada champaña y estuve un poco achispada, errática, babosa, pero tanta felicidad me sobrepasaba y tenía que navegarla con alcohol.
Solo hubo tres momentos levemente contrariados, a saber: cuando les dije que vinieran a darse un chapuzón en la piscina y ellas me dijeron que preferían bañarse en la piscina del hotel, pues Silvio no les daba confianza (“no queremos que nos mire el poto”, me dijo Camelia); cuando me pidieron que las llevara a la tienda Apple y eligieron las nuevas MacBooks y al pagar me rechazaron la tarjeta y Silvio tuvo que pagar (y yo le dije “que Dios te pague, Silvio, y si no te paga Él, pídele a Dorita”); y cuando Silvio nos tomó fotos a todas, el día en que se iban a Nueva York, por fin la familia reunida y contenta, y al día siguiente les pregunté a Camelia y Paulina si podía subir las fotos a mi página de Facebook, que tiene cien mil seguidores, y me dijeron que no me autorizaban a hacerlas públicas, pues había sido un momento “muy emocional, muy personal”, y si yo las colgaba, ellas sentirían violentadas su privacidad.
¿Por qué no puedo subir las fotos, hijitas, por qué? ¿Les da vergüenza? ¿Solo aceptan a Silvio y Sol clandestinamente? ¿No quieren que mi público sepa que nos hemos reconciliado? ¿Por qué suben fotos con Sandro y jamás una conmigo? ¿Tan horrible es mi familia que no quieren asociarse públicamente con ella y se resignan a verla en encuentros furtivos? ¿Es porque estoy gorda, tetona, demacrada, canosa, hecha mierda? ¿Es porque chapurreo un inglés que las abochorna? ¿Preferirían tener una mamá pituca y no esta mamá defectuosa que lastimosamente les ha tocado? ¿No se dan cuenta de que, al prohibirme compartir nuestras fotos con mis seguidores, me han hecho sentir una vieja desgraciada, una fracasada? ¿No comprenden que todas las alegrías que me dieron el fin de semana se fueron al hoyo cuando me prohibieron exhibir las fotos?
Hijas mías tan queridas: he recaído en la marihuana para aliviar el dolor de las fotos prohibidas. La fumo con Silvio y la consumo comiendo tortillas de clara de huevo que frío con el aceite de marihuana que me regala Dorita. Como si fuera poco, todas las mañanas me embriago de cerveza haciendo mi programa en La Poderosa. Me duele en el ojo mismo del orto que no quieran salir en fotos conmigo. Dorita me aconseja sabiamente que no las suba, Silvio me pide que no las suba y les respete su voluntad antojadiza, pero yo soy una bala perdida y cualquier día me pongo necia, bruta, guerrillera y subo las fotos, al carajo, y son cinco años más de guerra fría. Pero no todavía: de momento estoy retocándolas con photoshop para rebajar el tamaño colosal de mis ubres mamarias y hacerme una banda gástrica cibernética.
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