Silvio, mi marido, me invitó unos días a Cayo Hueso. Me dijo para ir manejando nuestro carrito japonés, aprovechando que la gasolina está barata, pero yo insistí en tomar el avión, así nuestra hija Sol viajaba por primera vez en un vuelo corto, pues no sabíamos si se asustaría en el avión. Antes de viajar, Silvio estaba furioso porque compré tres pasajes a cuatrocientos dólares cada uno y los cargué a la tarjeta de crédito de mi madre Dorita, cuando podíamos ir manejando y gastar máximo cien dólares a la ida y cien a la vuelta, ahorrándonos mil dólares, o ahorrándoselos a Dorita, que ya está tan mayor que ni se entera de los cargos que le hago a la tarjeta.
La cosa es que viajamos en avión y el vuelo no duró ni media hora y yo me puse a leer mi periódico en inglés (estoy suscrita al New York Times, a ver si aprendo a hablar en inglés, porque llevo años viviendo en Miami y se me ha trabado el poco inglés que aprendí en Lima) y ni siquiera había terminado la sección A cuando ya habíamos aterrizado. Sol se portó divinamente, no lloró ni protestó, se pasó el vuelo viendo canciones de Taylor Swift en su tableta. Yo había reservado una limo en el aeropuerto de Cayo Hueso, pero no apareció, me dejaron plantada, así que tomamos uno de los taxis rosaditos, manejado por un mexicano re putito encantador, y fuimos bajándonos latas de cerveza helada hasta que llegamos al hotel, el mejor de la isla, fina cortesía de mi madre, Dorita Lerner viuda de Barclays, que me recomendó enfáticamente que nos quedásemos en ese hotel que ella conoce tan bien, uno de la cadena Waldorf Astoria.
Una vez en nuestras habitaciones, que eran dos, conectadas por puertas interiores, con vistas decadentes al mar, atacamos las dos botellas de champán que nos dejaron como detalle de bienvenida, y luego bajamos a la piscina, que estaba hirviendo, horrible, calentísima, como si se hubieran meado mil niños rusos, pues había rusos por todos lados, y continuamos tomando champán a cuenta de Dorita. La verdad es que casi todo lo tomé yo, porque Silvio es más comedido y yo tomaba mi copa y la media copa que él dejaba, y por cierto tengo mejor cabeza que mi marido, que a las tres copas ya está achispado, yo en cambio para chupar soy rusa, ucraniana, tengo una cabeza que es un témpano, un glaciar, y no me derrito en borracheras babosas, aunque me sale, eso sí, el desenfreno erótico, y me vuelvo una vampiresa, y pierdo el pudor, las inhibiciones, y apenas nuestra hija se durmió, me le regalé a Silvio y le pedí que me hiciera venirme tres veces al hilo, y él me cumplió como semental y luego fui a darme una ducha y le dije ya tú verás cómo terminas, Silvito, perdóname el egoísmo.
Dormí muy pancha, re medicada, y cuando nuestra hija despertó a las ocho de la mañana, le di un yogur del minibar, le puse Disney junior y le dije hijita, si quieres bajar a tomar desayuno, despiertas a tu papi y bajas con él, que tengo una jaqueca horrible. Ella se quedó tranquilita y cuando desperté, ya habían bajado, desayunado y estaban en la piscina. Pedí el desayuno con absoluta lucidez exenta de cualquier resaca y me dijeron que a las once habían dejado de servirlo y me puse tan perra, tan despótica, que hablé a gritos con la gerencia y exigí que me sirvieran el desayuno y así fue, me hice respetar, soy Jimena Barclays, hija de Dorita Lerner, y a mí me sirven el desayuno a las tres de la tarde si me da la gana, y si no me cumplen, empiezo a romper cosas como una diva y dejo la suite estropeada, a la miseria, y me voy sin pagar. Comí todo: tortillas, salchichas, tocino, yogures, cereales, panqueques, una chanchada, una fiesta pantagruélica, y nada de tomar jugos, le entré a las mimosas de una, sin preámbulos, y así fueron todos mis días en Cayo Hueso: despertar tardísimo, tragar como condenada, tomar harto champán y andar zigzagueando como quien finge hacer turismo.
Estaba tan mamada que en la casa de Hemingway me tumbé en su cama y vino la seguridad a reñirme; luego salí al jardín y no vi a los gatos de seis dedos y a uno le metí tal pisotón que creo que lo dejé con cuatro dedos; en el hito más al sur del país, donde todos los nabos atómicos se hacen fotos, me atacó una crisis estomacal y despedí con estrépito un efluvio maligno de gases y la cola de turistas intoxicados se asqueó de mí; en el conservatorio de mariposas me vino un hambre inesperada y agarré una banana con miel de abejas que estaban picando las mariposas azules y me la empujé discretamente, una delicia; en el museo de tesoros piratas quisieron venderme una moneda de plata del Atocha en siete mil dólares y me dio tanta cólera que me sobrevino un ataque de hipo; y en la casa de verano de Truman tropecé y caí sentada sobre una silla de madera de los cincuenta y le partí una pata, qué mala suerte. Fuera de eso, comí como un manatí, engordé cinco kilos y para mí no fue Cayo Hueso sino Cayo Grasa, qué manera de engullírmelo todo.
Yo, la verdad, no quería hacer turismo, ni meterme a la piscina re meada, ni me interesaba un pepino bucear, yo quería almorzar, tomar lonche y cenar en los mejores restaurantes, y así fue, todo a cuenta de Dorita, que nos recomendó Café Solé y Spencer’s y por supuesto no falló, ella es una sibarita, aunque de vez en cuando ayuna porque tiene un lado católico autodestructivo. Tanto insistió Silvio en salir a navegar que contratamos un yatecito y dimos una vuelta muy agradable y nos bajamos varias botellas de prosecco y terminé arrodillada en la proa, como Kate Winslet en el Titanic, pero echando un vómito rosa espumoso, mientras Silvio y Sol se reían de mí y me hacían fotos así, prosternada, evacuando bucalmente una miasma inhumana, reducida a un guiñapo ridículo, anonadada de tanto trago.
Lo lindo de Cayo Hueso es que todos, absolutamente todos, están borrachos, y casi todos son putitos divinos, y entonces no te sientes mal porque siempre hay alguien más borracho que tú y más zorra que tú, y una se siente, digamos, muy en su casa, en confianza, entre pares o colegas. De lo poco que me acuerdo, porque todo el viaje estaba zampada, hay mucha gente en bici y en moto, y nadie parece estar trabajando, porque los camareros te coquetean y los taxistas son re putitos, y no hay un edificio de más de cuatro pisos, y no parece haber crímenes ni policía, todo es un relajo, una fiesta del carajo. Además, y eso me encantó, si pides un jugo de naranja, te miran fatal, y a nuestra hija le ofrecían cerveza sin alcohol, qué manera de libar bebidas espirituosas en Cayo Hueso, ahora entiendo por qué a Dorita le gusta tanto venir.
Todo salió de maravillas porque descansé mucho, tragué como marrana, engordé sin culpa, mamé lo que me fue ofrecido y lo que no y Silvio me cogió con tanto ahínco que me dejó revirada, extática: nuestras sesiones de sexo comenzaban apenas se dormía nuestra hija, y los momentos más candentes ocurrían en el jacuzzi del balcón, y yo daba tales alaridos y gemidos de vaca loca en celo, que una noche vinieron a tocarnos la puerta porque los huéspedes habían reportado un caso de abuso doméstico y decían que mi marido me estaba masacrando y yo daba unos gritos desesperados pidiendo auxilio, socorro, pero no, no eran gritos de ayuda, qué nabos los vecinos, eran chillidos desenfrenados, estrepitosos, guturales, de placer, puro placer animal, hay que ver lo bien que me chancó Silvio en Cayo Hueso, creo que mis gritos se oyeron hasta en La Habana, noventa millas al sur.
De más está decir que volveremos el próximo verano. Ahora me he puesto a dieta, tengo que bajar diez kilos, y Silvio está feliz porque se le había perdido la llave de su moto, pero anoche, al llegar a casa, me revisó con una linterna y la encontró al fondo de mi ermita vaginal, donde no cabe una llave, sino un llavero.
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