Escritor
Por esos azares del destino me encuentro en Mallorca, en la ciudad de Palma, adonde llegué para pasar el fin de año. No es la primera vez que vengo y, sin embargo, siempre acabo deslumbrado. El calificativo es literal. Acabo deslumbrado no solo por la belleza natural del paisaje, sino porque la luz que baña la isla es única. El sol de Mallorca es una maravilla. Aquí estamos en pleno invierno y hace bastante frío, pero el sol refulge todos los días como si estuviéramos en verano y da a las cosas una sensación de eternidad.
Cada mañana me acerco a la ventana, la entreabro y aspiro el aire puro de la isla. No sé cómo describirlo. Es una mezcla de olor a mar y jazmín, con un toque de romero. Frente a mi ventana tengo una palmera, luego un pino enorme y, después, el mar. El Mediterráneo. Al filo del horizonte, la vela alta de una embarcación. No es un adorno literario. Los mallorquines son grandes navegantes y aquí hay embarcaciones de toda eslora. Desde pequeños esquifes hasta esos yates majestuosos que vemos en las películas.
Por suerte, estoy entre mallorquines. Digo por suerte porque la isla está prácticamente colonizada por extranjeros. La primera vez que vine a estas tierras terminé, por ignorancia, en un hotel y un barrio donde todos los letreros estaban en alemán. Sucede lo mismo con los ingleses. Estos y los alemanes han hecho de la isla un refugio y la mejor opción para el retiro. Al cabo de una vida entregada al trabajo y demás sacrificios, los jubilados se mudan a Mallorca para disfrutar sus últimos años estelares. La isla vive del turismo y lo hay de todo pelaje. Desde jóvenes aventureros hasta gente escandalosamente rica (jeques árabes que habitan mansiones y se desplazan en Rolls-Royce). No obstante, los nativos son discretos y tranquilos. Entre ellos, la ostentación es un pecado imperdonable.
Mallorca es la más grande de las Islas Baleares y fue un reino. Ha sido una presa codiciada desde la época de los romanos y los isleños soportaron invasiones y asaltos de piratas. Desarrollaron una habilidad extraordinaria para manejar hondas. Sí, hondas como las que emplean nuestros campesinos de los Andes. Hondas que, en sus manos, resultaban armas letales, a tal punto que los guerreros mallorquines eran requeridos como mercenarios por los ejércitos del continente. Pero eso ocurrió en otros tiempos y no quisiera que el lector se quede con una falsa impresión. Este no es un pueblo belicoso. Por el contrario, Mallorca se ha hecho famosa por su tranquilidad y se la conoce como la isla de la calma. Aquí, como en el paraíso, el tiempo está suspendido. Y, según la leyenda, en sus aguas retoza una de las sirenas.
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