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Opinión

Han transcurrido 75 años desde la muerte de F. Scott Fitzgerald y su legado no cesa de ser revalorado, aunque, a primera vista, su obra parezca de menor calado frente a la de sus contemporáneos (Hemingway, Faulkner, Dos Passos). Su reputación se basa, esencialmente, en una novela corta y dos docenas de cuentos. Es verdad que escribió mucho más, pero el fulgor de su genio narrativo se concentra en esas pocas páginas. Romántico incurable, Fitzgerald trazó su existencia a la medida de sus sueños. Durante un tiempo, la fortuna le sonrió. Sin embargo, no supo qué hacer cuando el espejismo se desvaneció. Entonces, se acercó demasiado al fuego y pereció.
Su tercera novela, El gran Gatsby (1925), es uno de esos raros libros que se leen una y otra vez sin que pierdan un ápice de su encanto. Por ello, no debe sorprendernos que, en una encuesta realizada entre académicos de ambos lados del Atlántico, con el fin de elegir las cien mejores novelas de lengua inglesa del siglo XX, ocupara el segundo lugar, después del Ulises de Joyce.
En los años veinte, Fitzgerald fue una suerte de rey Midas del cuento, una de las firmas más solicitadas por las revistas de la época, que le pagaban sumas inverosímiles por sus historias. Extravagante y hedonista, se empeñó en dilapidar el dinero con la misma rapidez con que lo ganaba, tarea que cumplió con la loca y alegre disposición de su esposa Zelda. Ambos se entregaron a una fiesta perpetua que duró mientras la juventud, la salud y el favor del público lo permitieron. Por desgracia, luego del crack del 29, todo empezó a desmoronarse. Zelda mostró síntomas de demencia que obligaron a recluirla en un sanatorio, donde permanecería el resto de sus días. En cuanto a Scott, el consumo excesivo de alcohol hizo mella en su capacidad creativa y sus cuentos perdieron esa magia que solían irradiar. Al final, para sobrevivir, buscó refugio en Hollywood, donde escribió guiones insulsos.
Visto en retrospectiva, el caso de Fitzgerald resulta único, pues su inmersión en la frivolidad no consiguió acabar con el escritor honesto que llevaba dentro. Dueño de un estilo pulcro y luminoso, captó con exquisita sensibilidad las tribulaciones de los hombres que persiguen tercamente sus sueños y que están dispuestos a morir por ellos. Hemingway acertó al describir su tragedia con estas hermosas palabras: “Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar, pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo”.

Scott Fitzgerald falleció de un ataque cardíaco a los 44 años.


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