22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Cuando Reynaldo Luza falleció en 1978, su viejo amigo Luis Alberto Sánchez les recordó a sus familiares que el artista había estado escribiendo sus memorias bajo su supervisión. Sin embargo, ante la falta de un editor, el manuscrito fue encarpetado y permaneció inédito. Ahora, al cabo de casi cuatro décadas, gracias al tesón de su sobrino Carlos García Montero, el texto ha sido rescatado en una hermosa edición titulada Reynaldo Luza. Memorias e ilustraciones (Grupo Editorial Cosas, 2015), que nos descubre una vida singular a la par que un legado artístico excepcional.

De personalidad multifacética, Luza sobresalió como dibujante de modas, ilustrador, pintor y retratista, diseñador de interiores, creador de vestuarios para el cine e incluso fotógrafo. Nacido en Lima, en 1893, quiso dedicarse a la arquitectura. Asistió a la antigua Escuela de Ingenieros y luego viajó a Europa para estudiar en la Universidad de Lovaina, en Bélgica, pero el estallido de la Gran Guerra lo obligó a retornar al Perú. En esta etapa, trabó amistad con escritores y artistas como Valdelomar, Málaga Grenet y Cossío del Pomar. Sus grandes dotes para el dibujo lo llevaron a colaborar con Colónida, Monos y Monadas y Variedades, entre otras revistas de la época. No obstante, ante las limitaciones del medio, decidió viajar a Nueva York, donde Vogue lo acogió como dibujante de modas e ilustrador. Su éxito fue tal que tres años después fue contratado por Harper’s Bazaar y destinado a París.

Luza estuvo ligado a esa publicación durante veintisiete años y se vinculó con diseñadores del rango de Balenciaga, Dior, Chanel y Elsa Schiaparelli.
Asimismo, frecuentó a los surrealistas Man Ray y Max Ernst. Como refiere en sus memorias, el periodo de entreguerras fue estelar en su carrera, pues deambulaba sin cesar entre París, Londres y Nueva York. En buena cuenta, se convirtió en un árbitro de la moda, capaz de determinar qué era lo chic y de sugerir los nuevos derroteros que podía seguir la alta costura.

En 1950, el artista volvió a residir en Lima. Aquí se entregó de lleno a una vieja pasión: la pintura. En sus óleos captó el paisaje desértico de la costa peruana, el misterio y silencio de las vastas ondulaciones de arena, un camino que más tarde sería recorrido por Eielson y Rodríguez Larraín. Sin duda, Reynaldo Luza fue un pionero que supo asimilar lo mejor de las vanguardias y configurar una estética propia y original. Lo curioso de sus memorias es que habla muy poco acerca de él, como si temiera caer en la inmodestia. En una rara entrevista, reveló que su pintura era “imaginativa, con cierto realismo, o algo de surrealismo. Está basada en la soledad y, hasta cierto punto, en la eternidad”.


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