22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Ornette Coleman acaba de morir a los 85 años. Su nombre era el sinónimo por excelencia de lo nuevo. El saxofonista no solo marcó un hito en la historia del jazz sino que causó una verdadera revolución. Después de su insurgencia nada sería igual. Más que el creador de un estilo fue el abanderado de un movimiento, el llamado Free Jazz, que, en los años sesenta –década crucial en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos–, hizo de esta vertiente musical una de las expresiones más genuinas y coherentes del Poder Negro. Con Ornette –así, a secas, como lo conocen los aficionados– el jazz y la política confluyeron en un lenguaje original que proclamó a gritos el derecho a la libertad de la comunidad afroamericana y la afirmación cultural de la negritud.

Ornette fue un innovador que suscitó la ira de los puristas, quienes juzgaron sus ideas vanguardistas como si fueran herejías. Algo similar sucedió con Charlie Parker, quien, a mediados de los cuarenta, abrió las puertas del jazz moderno tras batallar contra la incomprensión de un sector anclado en la tradición. Sin embargo, Ornette pudo llegar más lejos debido a la radicalidad de su propuesta. Socavó la ortodoxia que había impuesto la concepción musical occidental y quiso recuperar los valores primigenios de las raíces africanas para insertarlos en la modernidad. En buena cuenta, actuó como un dinamitero. Su visión implicaba derribar el edificio del jazz porque desconfiaba de sus cimientos. Había que construir uno nuevo y para ello era necesario transformar la actitud del instrumentista, liberarlo de los esquemas armónicos y rítmicos habituales en beneficio de la espontaneidad creativa. El Free Jazz llevó a extremos insospechados las posibilidades de la improvisación y, en su afán por privilegiar la expresividad del ejecutante, afrontó el riesgo del caos y el desconcierto. Ornette se asemejaba a esos equilibristas que se obstinan en prescindir de la red de seguridad.

Considerado una suerte de James Joyce del jazz, la música de Ornette Coleman no es fácil de digerir. Sus exploraciones exigen al oyente tanto como el ejecutante se exige a sí mismo. Escucharlo supone una aventura en la que no existen certezas absolutas y una entrega sensorial inusual. Se trata de una experiencia límite, de resonancias imprevisibles. Nosotros tardamos un poco en asimilarlo, hasta que surgió la rara oportunidad de asistir a un concierto suyo. Allí estaba Ornette, enfundado en un traje azul eléctrico, como el oficiante de un extraño ritual. Y así fue. Cuando empezó a soplar su saxofón de plástico, su alma de hechicero se apoderó de la audiencia y nos llevó volando fuera del tiempo.


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