22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Los libros parecen tener vida propia, o, en todo caso, se reproducen como conejos. Poco a poco, se van apoderando de mi casa, aparecen en los lugares más insospechados, como recios conquistadores en pos de nuevos territorios. No los culpo, pues, su reducto natural, la biblioteca, se ha tugurizado. ¿Qué hacer? Un amigo me sugiere que consiga un libro electrónico, un e-book. Podría ahorrarme problemas, sobre todo con mi familia, que considera la invasión libresca como una plaga de langostas.

Hago un esfuerzo y echo un vistazo al Kindle de mi hijo, donde acopia un par de cientos de títulos. Sí, reconozco que puede ser muy práctico almacenar tantos volúmenes en un pequeño artefacto. Pero no acabo de convencerme. Los libros poseen una identidad única. Cada uno guarda su historia y se diferencia de los otros, no solo por lo que contiene, sino por su aspecto. A mí me gusta verlos, tocarlos, olerlos. Me gusta repasarlos, saber que existen como algo concreto y no como fantasmas de una realidad virtual, miríadas inasibles de bytes que se pierden en el ciberespacio.

No quisiera que el lector piense que me resisto a la modernidad. Ocurre, simplemente, que para alguien como yo, que ha crecido en un mundo regido por el papel impreso, es casi imposible prescindir de él. No me resulta cómodo leer en una pantalla, aunque, claro, debo hacerlo gran parte del día por razones de trabajo. Sin embargo, cuando quiero deleitarme con un libro (sigo considerando que la lectura es uno de los mayores placeres de la vida), necesito ojear un volumen con sus cubiertas y hojas encuadernadas. Es decir, un libro de verdad.

Desde luego, soy consciente de que llegará el momento en que habrá una generación enteramente habituada al e-book. Para algunos optimistas, solo se trata de un cambio de formato. Y, si bien hubo un salto fenomenal cuando pasamos de las tablillas de arcilla y los rollos de papiro a las impresiones de Gutenberg, no estoy tan seguro de que el maravilloso invento de este último haya agotado su ciclo. Por lo pronto, durante un periodo indeterminado, los libros de papel coexistirán con sus variantes electrónicas. Con el tiempo, se convertirán en una rareza, piezas de colección que circularán en tirajes muy limitados, solo para lectores exquisitos. Algo similar ha sucedido en la industria discográfica. Después de todo, ni los discos compactos ni el MP3 han hecho desaparecer del todo al vinilo. Quizá el soporte digital sea más viable, pero no hay duda de que el sonido analógico de los viejos discos es mejor.

Mientras tanto, sigo atesorando libros. Soy un bibliómano incorregible. Es mi vicio y mi condena, porque, para colmo, tengo alergia al polvo. Estornudo a diestra y siniestra. Mi hijo se ríe y blande su e-book. Yo también me río: a mí no me dan gato por libro.


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