Aunque por estos lares parece primar la idea de que la política es la continuación de la guerra por otros medios, la política es, en realidad, el arte de negociar. Y el diálogo, la concertación, la definición de objetivos comunes son herramientas que deben poner en práctica los que detentan el poder para tomar decisiones que beneficien a todos.
El buen político no es el que logra una posición monocorde alrededor de sus propuestas. Es, más bien, el que en la diferencia consigue consenso para sacar adelante iniciativas fundamentales.
En el Perú, sin embargo, está pasando algo curioso: por enésima vez se reúnen la oposición y el gobierno a dialogar, y a nadie le importa qué van a discutir, ni para qué conversan y, mucho menos, a qué conclusiones van a llegar.
Pareciera que los participantes en estos diálogos van resignados a cumplir con el formalismo para que no los acusen de ser obstruccionistas, pero, en el fondo, no tienen ningún interés de sacar algo concreto de ello. La prueba está en que, tras cada foto, las cosas han seguido igual o peor. No se ha sacado nada concreto, no se ha conseguido nada que solucione la vida de los ciudadanos.
Ni siquiera se ha logrado mantener un clima en el que los protagonistas, ministros, congresistas, líderes de la oposición, pareja presidencial incluida, dejen de lanzarse pullas e insultos.
En la tribuna, mirando todo este remedo de democracia en que se han enfrascado los políticos del país, está el ciudadano harto de tanta peliculina.
Y está cansado de sentirse inseguro, aburrido de que la corrupción siga siendo el candidato más fuerte en nuestros procesos electorales, mientras que los congresistas de la República siguen dándole vueltas a la ley que permite fiscalizar el financiamiento de los partidos.
Ahí está, lejísimos de ese diálogo que se ha vuelto puro ruido, quien tendrá el poder de decidir quién nos gobierna los próximos cinco años. Suerte.
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