22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Tuve la suerte de conocer Barcelona siendo muy joven, cuando todavía gobernaba con mano de hierro –aunque ya moribundo- el generalísimo Francisco Franco. Por esos días se había ejecutado en la capital catalana, mediante garrote vil, a Salvador Puig Antich, un joven anarquista militante del Movimiento Ibérico de Liberación, después de un proceso plagado de irregularidades y, claramente, como represalia por la muerte del almirante Carrero Blanco unos meses antes.

Pese a la militancia antifranquista de la mayoría de sus habitantes, Barcelona había logrado sacudirse a medias del yugo dictatorial, era la más cosmopolita y europea de las ciudades españolas y gozaba de una envidiable vitalidad cultural.

Desde entonces he vuelto a Barcelona muchas veces, la última hace un par de años, y pese a la modernización que se produjo como consecuencia de la realización de las Olimpiadas de 1992 y a la gran calidad de sus servicios públicos, no pude dejar de sentir nostalgia por la ciudad festiva y contestaria de antaño.

Un cierto aire de ceremoniosa solemnidad se había instalado en sus antes despreocupados bares y cafetines y, si, por ejemplo, uno cometía el desatino de hablar de España, era inmediatamente corregido por cualquier contertulio, quien de manera tajante afirmaba: “España no existe, lo que hay es un Estado español”.

Todo esto viene a cuento por las elecciones del último domingo en donde el independentismo perdió, aunque por escaso margen. Lo digo porque tengo la impresión de que el “catalanismo” dominante desde hace un cuarto de siglo (aunque la fase “independentista” sea más reciente) es responsable fundamental de esa opacidad que, por lo menos en mi percepción, aqueja la ciudad condal.

Es difícil entender a quienes, por el deseo de separarse de España, ponen en riesgo la prosperidad y la estabilidad de la región más industriosa de la península. Afortunadamente fueron derrotados.


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