Guido Lombardi,Opina.21
En las últimas semanas se ha recordado el centenario de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, que puso fin a una época de bonanza y que dio inicio a un siglo (“the short century”) plagado de guerras, conflictos y muerte. Hay quienes piensan, con optimismo y ceguera simultáneos, que el terrible siglo XX y la mortandad que acarreó acabaron definitivamente en 1990 con la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría. Pues no. En los 25 años que han corrido desde entonces, las guerras han continuado casi ininterrumpidamente y ya se pueden contabilizar dos millones de muertes y más de 50 millones de refugiados.
Una rápida enumeración solo de los conflictos más graves, posteriores a 1990, permitiría mencionar la Guerra de Yugoslavia (1991-2001) con más de 200 mil muertes; la guerra civil en Somalia (1991-2009) con 500 mil muertos; la de Iraq (2003-2011), que originó más de un millón de muertes y un millón 500 mil refugiados. La lista se hace interminable si añadimos los conflictos internos en Pakistán, México, Egipto, Sudan, Iraq, todos ellos producidos en la última década.
La situación es de tal naturaleza que Antonio Guterres, el alto comisionado de la ONU para los Refugiados, ha tratado de llamar nuestra atención (aparentemente con poco éxito) mencionando que las conflagraciones internas se están multiplicando más y más, y los viejos conflictos no parecen de-saparecer.
A esa situación hay que añadir que las organizaciones humanitarias no tienen la capacidad ni los recursos para atender la emergencia que estamos viviendo.
El papa Francisco, indudablemente con mayor audiencia, ha dicho ayer, al concluir su visita a Corea del Sur, que se “vive una tercera guerra mundial a pedazos, no convencional, con un nivel de crueldad espantosa porque afecta a mujeres y niños, y en el que la tortura se ha vuelto un medio ordinario”.
Lo digo no para preocuparnos, sino para ocuparnos.
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