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Opinión

“Si alguien no se puede dar el lujo de perder credibilidad es el presidente”.

El presidente de la República tiene la posibilidad, la capacidad y la potestad de definir y decidir el rumbo que debe seguir su gobierno para sacar adelante al país, siempre y cuando sea para beneficio de todos los ciudadanos y para fortalecer la institucionalidad, el Estado de Derecho y el proceso democrático. Para eso fue elegido. Eso es indiscutible.

Y en esa línea, podría elegir cualquier opción en su relación con la oposición. Incluidas las de la armonía y el entendimiento, o de la confrontación y de la colisión, si fueran necesarias como recurso en determinado momento.

Cualquiera sea la opción que elija el jefe de Estado, se espera que sea sólida y consistente, y que su palabra y acción guarden cierta coherencia.

Pedro Pablo Kuczynski decidió –luego de una crisis de proporciones y en plena censura a su ministro de Educación, Jaime Saavedra– no plantear la cuestión de confianza, no seguir adelante con la confrontación con el fujimorismo, invocar a la reflexión y convocarlos al diálogo.

Se reunió el lunes con Keiko Fujimori, y al salir dijo que había sido “una conversación muy útil, franca y constructiva”. Sin embargo, cuatro días después, sin razón aparente, en una reunión partidaria, dijo, en clara alusión al fujimorismo, “no nos dejaremos pisar por una mayoría en el Congreso, que ganó la primera vuelta pero no la segunda, que es la que vale”, retomando una actitud de reclamo, confrontación, y casi de campaña.

No le conviene al presidente –y menos al país– dar mensajes y señales distintas según el auditorio que tenga al frente, y que se perciban hasta contradictorias de un día para otro, sin aparente motivo alguno. El presidente no puede tener una posición en sus diálogos políticos con la oposición, y otra –por más que sea una arenga partidaria– frente a su militancia. Cualquiera menos él.

Si alguien no se puede dar el lujo de perder credibilidad, o de no ser tomado en serio, es el presidente.


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