22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

“Era previsible que los esfuerzos del jefe de Estado no iban a ser muy auspiciosos”.

El presidente viajó al valle del Tambo y cumplió con su palabra. Eso estuvo bien, porque lo había prometido con fecha y todo. Vale el intento. Pero pasó un momento muy incómodo, y se trajo un sonoro “agua sí, mina no”.

Es obvio que el jefe de Estado no quería renunciar a que durante su mandato pueda salir este proyecto, que tan buenos beneficios puede darle al país, y que se hace tan necesario ahora, sobre todo cuando el Gasoducto del Sur –tal y como estaba en marcha, y con todas las acusaciones a su alrededor– ya no va más, y que otros de los llamados megaproyectos pudieran sufrir retrasos importantes o hasta paralizaciones, por el impacto de las investigaciones del caso Lava Jato y de las confesiones de los funcionarios de Odebrecht de haber pagado sobornos en el Perú.

Pero también era previsible que los esfuerzos del jefe de Estado no iban a ser muy auspiciosos, sobre todo porque nada ha cambiado en realidad desde las movilizaciones en las calles de Islay. No ha habido ningún esfuerzo importante por parte del gobierno y de la empresa, como para que las versiones y percepciones que manejan los pobladores cambien.

Una simple observación en campo –que debió haberla hecho el gobierno o sus servicios de inteligencia antes del viaje del presidente– hubiera confirmado que el ambiente no era nada favorable a la intención del jefe de Estado.
Lo más probable es que el viaje le haya servido al presidente de la República para convencerse de que hacer un intento mayor para que el proyecto minero salga adelante es abrirse un nuevo frente, ahora que ya maneja varios que lo amenazan.

La posibilidad de que los grandes proyectos mineros salgan adelante debe estar precedida de un trabajo gubernamental muy fuerte a nivel de las comunidades, y de una presencia institucional muy notoria y marcada del Estado, y eso todavía no está en marcha. Para llegar a esa situación, falta mucho, parece.


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