¿Cuál debe ser el criterio para evaluar a una autoridad pública cuando esta deja el cargo? ¿Las obras que hizo? ¿La honestidad con la que gobernó? ¿Ninguna de las anteriores? La alternancia municipal en Lima –Castañeda-Villarán-Castañeda– nos ha llevado a un debate inútil que, en el mejor de los casos, nos conduce a elogiar la mediocridad de las obras sin transparencia o de la transparencia sin obras.
Quienes aplauden el “roba, pero hace obra” descienden al nivel más vil de pragmatismo. Ante el desprestigio de la política y la percepción (¿realidad?) de una clase política asociada para delinquir, la obra de cemento resulta el “mal menor” de los necesitados. La corrupción se naturaliza en medio de la informalidad y la ilegalidad. El “roba, pero hace obra” es la respuesta errada a la falta de representación, es el “que se vayan todos” de los cínicos.
Quienes reivindican la “honestidad sin resultados” comparten la mediocridad y el descaro del funcionario ineficiente. Menosprecian la necesidad de un servicio público de calidad, eficiente y para las mayorías. Su acceso a bienes materiales les hace insensibles ante la demanda de infraestructura social. Así, la “honestidad” se digiere como un símbolo artificial de estatus social, como capital simbólico para la pertenencia a la GCU, como palestra para despotricar contra la “plebe ignorante”. Ambos juicios son lamentables. Polarizan con conveniencia política y degradan las expectativas de los vecinos. Ninguna de estas opciones es loable porque separan la ética de la eficiencia, y afectan negativamente la representación política. Vender la idea “peor es nada” como “éxito” (material o posmaterial) es degradar la política y tratar a los ciudadanos como conformistas crónicos.
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