22.NOV Viernes, 2024
Lima
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Opinión

El debut en Lima de Wynton Marsalis y la orquesta de jazz del Lincoln Center es un acontecimiento que nos remite al memorable concierto que ofreciera la big band de Duke Ellington en el antiguo Teatro Municipal en 1972. La comparación resulta válida en la medida en que la primera ha querido seguir el modelo de la segunda, pero se desbarata al comprobar que la altísima creatividad e innovación de la empresa del maestro Ellington tienden a diluirse en el proyecto liderado por Marsalis.

Por supuesto, nadie duda de las dotes del trompetista, quien no solo se ha impuesto como un soberbio ejecutante, sino que ha desarrollado una intensa y multifacética actividad como compositor, arreglista, director, educador, promotor e, incluso, escritor. En buena cuenta, es el músico de jazz más famoso de nuestros días y ha hecho todo lo posible para que su oficio adquiera una respetabilidad que le había sido esquiva en otros tiempos, cuando era asociado a una vida marginal y decadente, saturada de malas noches, alcohol y drogas.

Wynton se ha empeñado en que el jazz acceda a las salas de concierto y discurra en un ámbito similar al de la música culta, pero ello no debe llevarnos a olvidar sus orígenes y raigambre popular. Desde luego, sería tonto cuestionar la legitimidad que ha alcanzado como un arte complejo y exquisito, lo que le ha permitido ganar un espacio privilegiado en los conservatorios y universidades. No obstante, mal haríamos en confinar al jazz en un reducto elitista y despojarlo del pulso del tráfago cotidiano. Ante todo, se trata de la música de los oprimidos y segregados, la expresión de un pueblo que luchaba por afirmar su identidad, el clamor de las calles y la rebeldía contra los abusos del poder; en suma, la revolución de la modernidad.

Los detractores de Wynton alegan que su apego a la tradición y la ortodoxia de su visión han impedido que la orquesta del Lincoln Center acoja propuestas nuevas y exploraciones más arriesgadas, en sintonía con el espíritu de cambio que distingue al jazz. Las críticas también provienen de los propios músicos, quienes han objetado sus aportes como solista, algo que conviene aclarar.

Wynton Marsalis es un trompetista fuera de serie, con un dominio técnico del instrumento raras veces visto. Sin embargo, el jazz tiene una peculiaridad: antes que el virtuosismo lo que cuenta es la expresividad, la fuerza y hondura que transmite el improvisador. Wynton posee un sonido impecable, pero frío: no desgarra las entretelas del alma. Cuando se escucha la trompeta de Miles Davis o Chet Baker, uno siente que se te rompe algo dentro. Como me dijo el genial Dizzy Gillespie, quien nos visitó en 1984, sobre el fenómeno Wynton, por entonces en la cresta de la ola: “Su sonido es perfecto. Él no falla notas, yo sí”.


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