Luego del proceso electoral de octubre último, en un mes la desaprobación del JNE ha crecido en 10 puntos porcentuales (del 35% al 45%) y de la ONPE en 11 (de 25 a 36%), según revela la reciente encuesta de GFK. ¿Por qué?
Intuyo dos explicaciones para la –¿inesperada?– crítica al sistema electoral (Reniec incluido) en la opinión pública. Por un lado, se encuentra la incapacidad de advertir procesos de violencia poselectoral originados por delitos detectables (votos golondrinos) o por ‘malos perdedores’ que buscan sabotear los resultados. Los casos de quema de urnas y de destrucción de locales de votación nos han devuelto una barbarie predemocrática disonante con nuestro ‘nivel de desarrollo’.
Por otro lado, el acto de votar involucra altos costos que lo desincentivan. Según revelan encuestas, el tiempo promedio para sufragar supera las cuatro horas, media jornada laboral. Si bien es cierto que un porcentaje importante de ciudadanos no ha actualizado su residencia y por ello sufragan en zonas que no le corresponde, en distritos de la magnitud de San Juan de Lurigancho, por ejemplo, ejercer dicho deber y derecho cívico es un suplicio. ¿Cómo es posible que electores que viven en Zárate tengan que desplazarse hasta Mariscal Cáceres –¡y viceversa!– en medio del colapsado tráfico?
No podemos darnos el lujo de tener autoridades electorales con alto descrédito. Su desprestigio no se debe a enclaves autoritarios o mandatos parcializados como antes, sino a ineficiencias en el cumplimiento de sus funciones. Cuidado: lo que nos faltaría para conducirnos a un colapso institucional sería la pérdida total de confianza en los organizadores y jueces electorales. El objetivo inmediato es atender estas fallas para el 2016, antes de que se vuelvan sistemáticas.
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