Beto Ortiz,Pandemonio
Me habían invitado como expositor a una naciente Feria del Libro provinciana y sus diligentes organizadores tuvieron la elegancia de brindarme tan tranquilizadora protección armada 24 horas al día. Aunque no se había definido cuál sería exactamente su trabajo antes, durante y después del evento, era fácil suponer que su presencia tendría por objeto mantener el orden, ahuyentar a posibles faltosos y escoltarme del auto al estrado y viceversa, abriéndome paso entre la muchedumbre que, en realidad, era una poquedumbre porque los soñolientos asistentes llegaban, a duras penas, a la centena. Mientras me afanaba en presentar mi librito frente a aquel público que no tenía intención alguna de comprarlo ni mejor cosa qué hacer un viernes por la noche en su apacible aldea, El Custodio Fiel se mantenía serísimo, inmóvil y, en posición de descanso, a pocos pasos de mí. De rato en rato, mis ojos evadían los bovinos ojos del respetable para buscar solaz en la bien cincelada figura de mi protector, para qué los voy a engañar, toda una lámina Huascarán de anatomía, un portento de chino-cholo que, por no incurrir en la lascivia fácil de los adjetivos, nos limitaremos a describir con la palabreja de moda: escándalo. Era un escándalo. Mi alocución transcurrió sin novedad ni risa ni pena ni gloria. Fiel a la disciplina espartana que le inculcaron en la Escuela, El Custodio Fiel se mantuvo impertérrito durante las dos horas que duró aquella aburridera, la mirada adusta al frente, las manos atrás, la camisa blanca impecable, el aroma del último after-shave de Ebel y el desafiante bulto del pistolón evidenciándose de modo intimidante bajo la casaca de cuero negro.
Cuando los lánguidos aplausos hubieron cesado, El Custodio Fiel me condujo, prácticamente en peso –lo cual ya es bastante decir– hasta el polarizado Elantra plateado que me habían asignado en calidad de limusina. Su intención era cumplir al pie de la letra con el cronograma y conducirme al ágape de bienvenida que los libreros de la ciudad me habían preparado en un espacioso local de parrilladas familiares y en el que, sin lugar a dudas, terminaría por morir del tedio. Mi intención, por supuesto, era otra. Mientras él manejaba en silencio, yo lo observaba de reojo, temiendo que fuéramos a llegar a destino y, sin decir una palabra, me decía a mí mismo: “Habla y te salvas, no seas maricón”.
- Óigame, suboficial.
- Dígame, señor Beto. (Señor Beto. Me encanta lo estúpido que suena).
- ¿Sabe qué? Preferiría no ir al restaurant ese, ahorita no tengo mucha hambre, la verdad. (Mentira. Sí tenía, pero no de parrillada mixta).
- Perdone, pero tengo orden de mi comando de conducirlo hasta ese punto.
- Ah, ya veo, no puedo elegir… ¿estoy detenido, suboficial?
Se rió. Por primera vez en toda la noche se le borró del rostro la pétrea expresión de sheriff del lejano oeste y asomó una franca carcajada de chico de barrio.
- Usted se pasa. ¡Detenido! ¿Cómo se le ocurre? Usted es la muerte, señor Beto.
- No me hable de usted, suboficial.
- Como usted diga, perdón, como tú digas.
- Así está mejor.
- Entonces, ¿hacia dónde nos dirigimos?
- Hacia donde le dé la gana, suboficial.
Cambiamos de rumbo y, por supuesto, terminamos en la barra de un bar caleta donde fue imposible convencerlo de pedir un trago en toda la noche. “Estoy de servicio” –me repetía cada vez que yo volvía a insistir en que, por lo menos, se tomara una chela. De rato en rato sonaba su celular y tanto el tono de su voz como su lenguaje cambiaban de nuevo a modo policial: Sí, mi capitán, adelante. Le copio. Afirma, afirma. Comprendido, mi capitán. Y volvía a soltar su risotada palomilla al transmitirme el encarguito de su capitán: que, si no era mucha molestia, yo le mandara de cortesía uno de mis libros con una bonita dedicatoria para Stephany, su señora. ¡Más pendejo el capi!, ¡su señora no se llama así! –me dijo achinando aún más los ojos y le dio otro sorbo a su gaseosa. Horas después, y ya en el lobby del hotel al que decidí cambiarme, una colección seguramente ilegal de genuinos huacos eróticos me sirvió de pretexto perfecto:
- A ver, ¿Mochica o Chimú?
- Pucha, me agarraste.
- ¿Cómo no vas a saber lo que es?
- De saber, claro que sé, pues. Pero, ¿de qué cultura?… eso sí que no me acuerdo.
En la vitrina estaba en exhibición prácticamente todo el kamasutra precolombino. Y, como lo sabe bien cualquiera que haya visitado un museo arqueológico con alguna atención, muchos de los ancestrales, peruanísimos polvos allí inmortalizados prescindían nítidamente de las damas.
- Decídase, suboficial: ¿Mochica o Chimú? –insistí. – No sé. Depende.
- ¿Cómo que depende?
- Me estás cagando el cerebro. No sé. ¿A cuál de ellos te refieres?
- Me refiero a usted, suboficial. ¿Mochica o Chimú?
- Ja,ja,ja… Según tengo entendido, los Moche eran terribles, ¿no? o sea que…
- ¿O sea que, qué?
- O sea que yo debo ser un Moche.
- Entonces, acompáñeme.
- Lo siento mucho, señor Beto, pero esta noche no puedo, estoy de servicio.
- No me hable de usted, suboficial.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.