Carlos Carlín,Habla.Babas
Una semana entera en la playa. Siete días amaneciendo sin escuchar nada más que las gaviotas. Siete noches arrullado por las olas del mar pueden relajar hasta a un talibán. Todo ese saludable relajo se fue al mismísimo infierno en el preciso momento que puse un pie fuera del aeropuerto y escuché el primer claxon reventándome la oreja. Yo, quien hace una punta de años encarnó al payaso Tony en la televisión, confiesa en estas líneas que fui adicto a tocar el claxon. Precisamente, en la época de la nariz roja, lo más rojo que tenía era la palma de mi muñón de tanto aplastar la bocina. Por eso, amigo-amiga chofer, entiendo perfectamente tu frustración, tu rabia y tu impotencia cuando estás manejando. Y porque te entiendo, me siento con la autoridad de pedirte que comprendas de una vez que tocando el claxon no vas a conseguir nada. Ni el carro de adelante se va a desintegrar, ni el semáforo va a cambiar, ni te saldrán alas para volar, tampoco la combi que se planta adelante pensará en arrancar. Entiende, ¡nada va a pasar! Lo único que vas a conseguir es que tus niveles de estrés te empujen a la locura y que con cada ‘taa ta taaa’ aceleres el proceso que te convertirá en breve en un viejo sordo como una tapia. He agotado todas mis cartas, he jugado todas mis posibilidades. No quiero volver a maldecirte por la calle. No se me ocurre otra forma de hablarle directamente a tu corazón, hermano lindo. Pensando pues, varón; no me obligues a caer de nuevo en la adicción.
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