El presidente Ollanta Humala ha hecho un llamado a cerrar filas señalando que el ministro Daniel Figallo actuó sin ejercer presión en el caso de la ex procuradora Yeni Vilcatoma y que todo no es más que una tormenta en un vaso con agua. “Tenemos que defender la democracia que nos ha costado tanto y no ponerla en vilo o riesgo por intereses subalternos o campañas electorales”, ha expresado.
Al borde de los tres cuartos de su gobierno, y cerca de su salida, el jefe de Estado nos invita a reflexionar, defender y consolidar nuestra magra institucionalidad. Nadie en su sano juicio puede estar en desacuerdo y ningún peruano consciente o responsable puede rehuir al llamado de nuestra autoridad suprema.
Pero en los hechos la oposición política y la prensa independiente no son los responsables de envilecer el sistema, sino, como vemos, los gobiernos, que no entienden precisamente la importancia de fortalecer las instituciones, y las mantienen independientes del poder político, eficientes para servir a los ciudadanos y moralmente solventes para no afectar su legitimidad.
Y aquí los buenos deseos de nuestro mandatario se estrellan contra la realidad de su gestión que no ha sido ni remotamente un buen ejemplo de su nueva prédica. El Estado no luce mejor que como se le recibió. En lugar de avanzar, hemos retrocedido y no solo en indicadores económicos sino en morales, éticos e institucionales.
Y quien comenzó por debilitar la institucionalidad de la propia presidencia fue su esposa manteniendo una ilegal candidatura proclamada en su momento por todos sus voceros, la misma que hoy, frente al descalabro, parece un sueño de verano. O cuando ordenó a su asesor legal que cite intimidatoriamente a funcionarios, ministros o magistrados alentando un poder paralelo. O en el campo político lanzando epítetos injustificados contra quienes se le oponen legítimamente, olvidando que la mayor obligación de un presidente, de un verdadero líder democrático, es consensuar y no dividir y menos insultar.
Winston Churchill escribió: “La democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás”. Hay un imperativo de modestia, docilidad y hasta de humillación. Es decir, para avanzar, hay que fortalecer el diálogo y el respeto entre todos, sobre todo, de los oponentes. Da la impresión que Ollanta Humala jamás leyó a Churchill y es seguro que, si lo hace, ni él ni muchos de los que lo acompañan lo entenderán.
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