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Opinión

Esta semana se celebró el primer aniversario del fallo de La Haya y el balance del presidente Humala suena correcto: la relación con Chile se ha fortalecido. Se percibe un clima favorable entre las dirigencias políticas y los funcionarios de relaciones exteriores de ambos países. Además, fluyen diversas iniciativas de integración promovidas por hombres de negocios, académicos y periodistas. El desafío, sin embargo, no está tanto en las élites como en los ciudadanos de a pie.

Las sociedades producen estereotipos, incluyendo imágenes sociales sobre nuestros vecinos. La historia, la política y la inmigración influyen en la construcción de prejuicios (positivos o negativos) sobre el “otro”. Así, muchas generaciones peruanas crecieron con la idea de un vecino sureño “enemigo”; y, del lado chileno, con la de un vecino norteño “quejumbroso”. El fortalecimiento de las relaciones debería ponerse como siguiente desafío la eliminación de las fronteras mentales que siguen socavando la posibilidad de un futuro distinto.

Para ello hay que potenciar las sinergias espontáneas que surgen desde abajo que no responden a denominaciones elitistas de “sociedad civil”. De hecho, la población inmigrante peruana en Chile y la fluidez de la frontera Arica y Tacna (compare con Tumbes y Puno no más) permiten una convivencia cotidiana saludable. En este sentido, lo aparentemente insignificante no lo es. ¿Sabe usted que, en Santiago, aliancistas inmigrantes participan de la barra del Colo Colo bajo el nombre “Alianza y Colo Colo, uno solo”, que la cocina popular y la literatura peruanas son de consumo del día a día en el país austral? ¿Es consciente de que, como sugirió un reportaje de La Tercera, el país más “peruano” fuera de Perú es Chile?


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