Desde el año pasado, las investigaciones por denuncias de corrupción (caso Martín Belaunde y otros) han apuntado a indicios de nexos con Palacio de Gobierno. Las sospechas que asoman sobre la primera dama no han cesado en el tiempo, sino que tienden a incrementarse. Y aunque no existen pruebas terminantes de su involucramiento en prácticas ilícitas, la imagen carismática de Heredia se ha dañado significativamente. Si hace menos de seis meses gozaba del 34% de aprobación (octubre del 2014), hoy cuenta con un magro 16% de apoyo popular; bajón que contagia al presidente.
No caben dudas de que el mejor cuadro político del Partido Nacionalista es su presidenta. Su paso por Palacio ha demostrado sus habilidades en la asesoría, toma de decisiones y vocería políticas. A pesar del declive, Heredia ha sido el principal activo político y, hasta cierto punto, el motor de tal proyecto. Incluso se temió –¿se teme aún?– su posible candidatura presidencial para el 2016, especulándose la violación de las reglas del juego previstas.
Dado el descrédito sistémico de la política peruana, resulta plausible convertir la fuente de virtudes en pasivo. Así, según Ipsos, de los informados sobre la acusación de lavado de activos en contra de la primera dama, el 67% la considera culpable, solo el 20% cree que es una “persecución política”, un 27% piensa que el dinero provino del fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, mientras otro 26% estima que procedió de la minería ilegal y productores cocaleros. El prestigio de Heredia se ha deteriorado, y ello es hábilmente aprovechado por la oposición partidaria y mediática.
¿Será posible revertir la situación con un shock de confianza que restablezca el apoyo necesario a la pareja gobernante?
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