Cuando el poeta Antonio Cisneros llegó a Londres, en 1967, Mario Vargas Llosa le presentó a Guillermo Cabrera Infante, quien se había establecido en esa ciudad. Según Cisneros, el escritor cubano, a diferencia de la actitud lúdica y el ingenio verbal que derrochaba en su prosa literaria, no se distinguía precisamente por su humor. Lo que era comprensible, dada su situación. Después de todo, había tenido que salir de Cuba debido a sus crecientes discrepancias con el rumbo que estaba tomando la revolución. Cabe recordar que Cabrera Infante había apoyado la causa fidelista, pero su entusiasmo había empezado a mermar a raíz de las primeras manifestaciones de censura del régimen, como refiere en su novela póstuma Mapa dibujado por un espía. Finalmente, en 1965, el escritor decidió partir al exilio.
Su novela Tres tristes tigres había obtenido en 1964 el prestigioso premio Biblioteca Breve (el mismo que había consagrado a La ciudad y los perros el año anterior). Sin embargo, los censores españoles habían objetado el desenfado lingüístico y erótico de la obra (que, expurgada, recién aparecería en 1967). Mientras tanto, ante la negativa de las autoridades de concederle residencia en España, se había trasladado a Londres, donde sobrevivía en compañía de su mujer y sus dos pequeñas hijas.
Por tanto, el Cabrera Infante que conoció Antonio Cisneros era un hombre agobiado por la incertidumbre y las penurias económicas. Más aún, sobre él pesaba la condena de paria, el infame estigma de enemigo de la revolución. No olvidemos que, por entonces, el grueso de la intelectualidad latinoamericana y europea respaldaba a Cuba, que encarnaba el símbolo de la lucha contra el imperialismo. Por otra parte, Cabrera Infante debía de vivir abrumado por la nostalgia, lejos del calor del trópico y de los tambores que resonaban en la noche habanera, esa juerga desbocada que tan bien describe en Tres tristes tigres.
Es cierto que era la época del swinging London, los Bea-tles y la psicodelia, pero la procesión de Cabrera Infante iba por dentro. Cuando el poeta Cisneros le propuso beber una pinta de cerveza en el pub de la esquina, la amargura del autor cubano salió a relucir. “¿Sabes, chico, qué es peor que un alcohólico?”, le espetó. Era, desde luego, una pregunta retórica, ya que se apresuró a añadir: “Pues, una persona que ha dejado de beber en contra de su voluntad”.
En el exilio, Cabrera Infante se había visto forzado a abandonar la bebida. Padecía una fuerte depresión y el alcohol socavaba su equilibrio mental. Poco después, su obsesión por escribir un guion de cine basado en Bajo el volcán desembocó en un colapso nervioso que motivó su internamiento en un manicomio durante una temporada. Como se sabe, esta novela de Malcolm Lowry recrea el último día de la vida de un alcohólico terminal.
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