A sus 78 años, Mario Vargas Llosa ha desconcertado a tirios y troyanos al debutar como actor en Madrid, en una obra escrita por él mismo. Es cierto que ya había hecho sus pininos en una serie de espectáculos (La verdad de las mentiras, Odiseo y Penélope, Las mil noches y una noche), pero se trataba de una suerte de lecturas dramatizadas y no de puestas en escena con todas las de la ley. Todo comenzó como un acto literario que apelaba a una ligera representación para ilustrar una charla sobre sus cuentos favoritos, inspirado por un montaje de Alessandro Baricco. A la larga, Vargas Llosa, quien siempre ha sido un apasionado del teatro, descubrió que su intervención en las tablas le resultaba más placentera de lo que sospechaba y que se le abría otra fuente de posibilidades expresivas. Entre estas, la más atractiva e irresistible era la de actuar. Es decir, asumir en carne y hueso el rol de un personaje que ha emergido de su imaginación y que, al menos, durante la función, se materializará a través de él.
Esta confrontación entre lo inventado y lo real, tan cara a Vargas Llosa, es el germen de su pieza teatral, a la que ha titulado Los cuentos de la peste (Alfaguara, 2015). Adaptación libre del Decamerón de Bocaccio, presenta a un grupo de amigos que se refugia en una villa en el campo para huir de la plaga que está diezmando Florencia. Su forma de combatir la terrible amenaza es contarse historias divertidas, irreverentes y licenciosas, de tal modo que prevalezca el encanto de la fantasía sobre la penosa realidad que supone la peste negra. Los personajes se metamorfosean en los protagonistas de los cuentos que relatan, lo que implica un doble juego dramático. Así, nada es lo que parece. La ficción genera otras ficciones y se establece un rico intercambio de roles que insufla un nuevo aliento vital a los refugiados. A fin de cuentas, lo que ellos hacen en su encierro es teatro, uno de los recursos más maravillosos que ha ideado el hombre para burlarse de la muerte.
Muchos se han preguntado por qué un escritor que lo tiene todo (el Nobel, el Cervantes, innumerables honoris causa y otras distinciones) decide incursionar en la actuación a estas alturas de su existencia. Pero no se trata de vanidad sino de pasión. Él mismo ha reconocido que corre el riesgo de incurrir en el ridículo. Sin embargo, no le importa. Lo impulsa una curiosidad inagotable y unas ganas de aventurarse por caminos inexplorados que dicen mucho de su actitud ante la vida y el arte. A una edad en que la mayoría de los laureados con el Nobel se conforman con sus logros y esperan plácidamente el fin, Vargas Llosa se rebela y sigue pedaleando con entusiasmo su bicicleta, desafiando sus propios límites. Él sabe que no puede detenerse. Él sabe que, si para, se muere.
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