22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

La indignación y la ola de protestas (inclusive a nivel internacional) que ha despertado la desaparición de 43 estudiantes en Iguala han generado la más grave crisis del gobierno del PRI después de su retorno al poder. La aprobación del presidente Peña Nieto ha caído al 39%, un índice que no se registraba desde 1995 con Zedillo. Esa proporción resulta valiosa si la comparamos con los estándares peruanos, sobre todo por la gravedad de la situación que la genera –para algunos, México es ya un Estado fallido. ¿Qué no daría el presidente Humala por tener un respaldo “tan alto”? En todo caso, ¿por qué las aprobaciones de los presidentes peruanos –post-2000– suelen ser tan bajas, más aún que las de México en aprietos?

Perú es un país de desconcertados presidentes y esquivos seguidores. Ser político en el Perú es caer en el mar de la impopularidad; hagan lo que hagan los mandatarios de turno, sus apoyos son magros. Toledo promedió un 18% de aprobación en sus cinco años, García 35% y Humala 41% hasta ahora; como si se gobernara para decepcionar a los votantes y cambiar de agendas. Así, estos pobres desempeños en opinión de las mayorías terminan dañando más la legitimidad del régimen democrático. ‘Demócratas’ que no representan socavan, al final, la propia democracia.

Pareciera que el vínculo entre ciudadanos y élites perteneciera a una situación de descrédito perpetuo. Un camino de desgaste interminable que –salvo contadas excepciones (¿Castañeda?)– no lleva a la protesta ni a la movilización. Es como si después del colapso partidario no hubiéramos recobrado la salud. La desilusión, como hecho, no encuentra personalidades ni instituciones que la enmienden. No hay más grave rechazo que la indiferencia. Ya dice el vals.


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