22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

“Todo lo que quisiera –con orgullo extravagante– es que me amaras. Que le dieras a mi carne fatigada la ocasión de envejecer perfectamente entre tus manos”. Maldita Ternura.

Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com

Yo no estoy solo, soy solo. No es lo mismo. No es lo mismo estar enfermo que ser enfermo. Tampoco estar feliz es igual a ser feliz. Yo soy solo. Ojo. Lo menciono sin ánimo de excederme en melodrama. Lo digo como una simple constatación, como si estuviese llenando un formulario: soy periodista, mi sangre es O positivo, mido un metro setenta y cinco, soy peruano. Yo no estoy solo, soy solo. No sé muy bien de qué habla la gente que vive huyéndole a la soledad, que trata de no nombrarla o habla de ella escandalizada: “¿Te has ido al cine solito? ¡Pobrecito!”. Dejando de lado la comida, el sexo y la conversación –que también se disfrutan de lo lindo a solas–, todas las cosas que me gustan prefiero hacerlas en el tranquilo placer de mi compañía: viajar, dormir, montar bicicleta, dibujar, leer, cocinar, escribir, beber, nadar, ver películas y, también, hablarles a las cámaras. Todas esas cosas me salen mejor si las hago solo. Apenas aparece alguien más, el guión se me complica. Sabrán disculparme. Soy hijo único y he sido solo desde que nací. Verme obligado a jugar con otros niños siempre me arruinó la diversión porque si, en mi fantasía, un simple bloque de madera era un hombrecito perdido en una isla desierta, es seguro que, en la cabeza del advenedizo, la maderita en cuestión era un robot o una astronave de combate, y así jamás nos íbamos a poner de acuerdo. Las películas que uno se pasa, las historias que uno ha tramado para sí, ¿se escribirán mejor a cuatro manos? ¿Dos cabezas pensarán, en realidad, mejor que una? Una cosa sí es segura: dos cabezas nunca sueñan mejor que una.

Mis padres, seguramente angustiados de verme crecer como un niño solitario, se esforzaron mucho en procurarme compañía. Recuerdo con nitidez que, cuando yo tenía cuatro años, me traían a casa a un pobre vecinito llamado Walter –que siempre me ha parecido uno de los nombres más feos que existen– y le encomendaban la ominosa labor de hacerme jugar, de arreglárselas conmigo. Nadie se imaginó jamás lo mal que la pasábamos. Era un suplicio indecible para ambos. Él, que era un niño normal, quería jugar pelota o hacer carreras de autitos Matchbox o construir un fuerte apache con el Lego. Yo, que, por supuesto, tenía cantidades absurdas de pelotas, autitos y cajas de Lego que no me interesaba abrir ni por curiosidad, solo quería que Walter se callara o, mejor, que se fuera a su casa y me dejara leer mi revista ‘Anteojito’ y dibujar en paz con mis crayolas, de modo que, juntos, nos aburríamos miserablemente. Al final de la tarde, mis papás dejaban irse a casa a mi veintiúnico amiguito no sin antes recompensarlo con unas cuántas monedas de a sol que, entonces, eran tan toscas que más parecían fichas de sapo. Quizá –sin querer– al hacerlo me enseñaran algo que hoy compruebo contemplando con sorpresa esa feroz ansiedad que padecen casi todos mis amigos por estar acompañados, emparejarse y, luego, separarse y rápidamente volver a emparejarse una vez más, y así sucesivamente. Que en esta vida es menester invertir en una compañía –es decir, en una presencia– que, al final, se sobrelleva con resignación, una precaria presencia que, la mayoría de las veces, ni siquiera disfrutas pues creíste haberla deseado con toda tu alma pero, apenas la consigues, quieres otra.

Supongo que, a estas alturas, ya debo parecer un lobo que aúlla desde las tinieblas de su cueva. No lo soy. Sonará inverosímil, pero vivo acompañado. Comparto apartamento con un room mate fantasmal. Un espíritu inquieto que, para mi suerte, gusta de brillar, la mayor parte del tiempo, por su ausencia. Llega muy tarde únicamente para dormir y se marcha por las mañanas. Todo el resto del tiempo, elegantemente desaparece. Quiero decir con esto que comparto apartamento con el ruido de unas puertas que se cierran, el sonido de la ducha matutina, celulares que timbran de madrugada, el rumor de unos pasos en el corredor, una toalla blanca que flamea en el tendedero, un cepillo de dientes olvidado en el baño de visitas, innumerables frascos de yogur dietético con linaza fosilizándose en la refri y galoneras gigantes de una presunta proteína en polvo con la que es posible preparar unos pavorosos milkshakes muy saludables que yo no pienso probar ni así me maten. De vez en cuando, nadie es de fierro, también recibo visitadores, por supuesto. Visitadores, sí. Ya ustedes me entienden. Friends with benefits. Siempre los mismos, siempre puntuales, haciendo gala de la inconfundible fidelidad de los auténticos caseritos. Sonará un poquito controversial, pero estoy convencido de que esta sabia modalidad de relación de camaradería puede llegar a ser muchísimo más fluida y honesta que la penosa pantomima que son la mayoría de matrimonios que conozco. En mi caso, no me hace falta hacerle creer a nadie que es titular. Mucho menos creérmela yo. No necesitas ocultar nada porque todos los jugadores saben que no están solos en el juego. A nadie engañas y, en consecuencia, a nadie haces sufrir. Son amigos entrañables y, eventual, esporádicamente, protagonizan contigo alguna que otra colisión, arañazo o volcadura. Y listo, todos contentos. Sabes de cada quién lo que recibes y sabes a cada quién lo que le das.

Nada de eso me impide, sin embargo, vivir enamorado. Suena idiota, pero no importa. Soy un enemigo acérrimo de la idea de que el amor otorga derecho de posesión sobre las gentes. No me siento nunca celoso ni engañado. No demando contrato de exclusividad. No siento que esa parte mía del corazón ajeno me la tenga que arranchar con nadie más. Esta es mi vida y si no les gusta, no importa, porque a quien tiene que gustarle es a mí. Habrá quien crea detectar aquí un cierto resabio de amargura o desesperanza. Todo lo contrario: es una canción de amor a la soledad. Es volver a rezar la misma oración que rezaba Whitman por las noches: Me canto y me celebro, me celebro y me canto. Y si me canto y me celebro, te celebro y te canto. Porque todo átomo que me pertenece, te pertenece. Porque todo átomo que te pertenece, me pertenece. Por eso yo digo que no estoy solo, soy solo. Esta es mi vida y me parece perfecta como está. Solo soy y no me compadezcan. Ahora, si no es mucha molestia, tengan la bondad de apurarse un poquito con lo de aquella antigua plegaria de Queen que, abrazados por el medio de la pista, cantábamos aullando hasta el borde de la afonía. Can anybody find me somebody to love? Alguien encuéntreme alguien para amar.


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