El día que su mamá murió, Lemebel se quedó calvo para siempre. Se le cayó absolutamente todo el pelo de la pena. Desde entonces, para atenuar la humillación, llevó siempre la cabeza cubierta por un pañuelo, como una señorona recatada. Un pañuelo negro, casi siempre, en son de duelo. Casi siempre llenecito de calaveras que le recordaran la obscenidad de la muerte. “Aquí me quedaré por siempre, atado a tus despojos, mamá.” —fue la oración que ordenó grabar en la lápida. Y aunque estuviera prohibido escribir nombres de personas vivas en la losa, él logró que firmaran la sentencia con su célebre nombre a ver si, al leerlo, sus miles de hinchas, de repente, se caían con una flor. Lemebel no se llamaba Lemebel, se llamaba Pedro Mardones. Lemebel era el apellido de mami Violeta, la más grande de sus heroínas. La primera vez que entré a su antiguo departamento del Parque Forestal en el Gay Town de Santiago de Chile, lo primero que llamó mi atención fue el sencillo altar con flores frescas en que veneraba una fotografía sepia en la que la estampa de Violeta resplandecía, lozana y bella como una diva del séptimo arte. Qué curioso,—me dije, entonces— en mi sala tengo uno exactamente igual. Mi mamá había muerto solo meses antes de la tarde de invierno del 2008 en que conocí a Pedro, así que ahí teníamos uno más de tantísimos temas en común. Ahí teníamos a este buen par de emblemáticos maricones latinoamericanos, sentados de piernas cruzadas en el sofá, intercambiando historias de sus madres muertas. Los maricones y sus mamás. Cuándo no. Los hijos demasiado apegados a sus mamás siempre salen maricones. O quizás, viceversa. Los hijos maricones siempre salen demasiado apegados a sus mamás. Pasolini y su madre, Lezama Lima y su madre —o qué sé yo— Ricky Martin y su madre. El jueves pasado por la mañana, cuando me enteré de que el cáncer de laringe —que ya había dejado a Pedro sin voz— acababa de matarlo, yo me estaba alistando para ir al cementerio. La vida y el humor negro que la caracteriza: Lemebel murió un 23 de enero. Qué curioso. Un 23 de enero también murió mi mamá.
Y Lemebel –para muchos- también era la mamá, la matriarca, la madre psicodélica o superiora. La mamá pródiga que, en toda familia, es siempre la tía solterona. En el álbum macho de la literatura nacional decía yo soy quizás como la tía solterona y cronista, no lo sé, no me interesa esa parentela vinagre. Pedro-Pedro-Pedro-Pedro-pé. O también Petra, de cariño y, entre primas, Pet, Petunia, Petula, Petit era, pues, la gran mamá de todas las mariquitas cultas y profundas. The Big Mama de todas las mecanógrafas enloquecidas y de las escribidoras de pluma crespa y de las peluqueras bagres de los barrios bajos de la poesía. Pero también santa patrona de las otras, esas azucenas plúmbeas que a duras penas florecen entre tinieblas, esos mustios gladiolos de armario que juran que nadie se ha dado cuenta, esas madreselvas inodoras a las que nunca se les nota. Pero a Lemebel no le bastaba con ser homosexual porque encima era travesti y, para remate, comunista y, cuando le daba la puta gana, también indio mapuche, hiphopero o punkeke. Y siempre pareció que todo lo que hacía era por joder. Antier, desde su moderno Chile con unión civil, la Bachelet dijo que Pedro fue parte de la resistencia, que siempre estuvo del lado de los olvidados. Pero a mí me tinca que su verdadero esplendor estriba en que él estuvo solo toda su vida y que nunca se resignó a ser parte de nada. Mi hombría espera paciente que los machos se hagan viejos porque, a esta altura del partido, la izquierda transa su culo lacio en el Parlamento. No en vano el Pedro –durante Pinochet- había entrado calat@ y a caballo a la Universidad de Chile en 1987 refundándola con su amig@ Francisco Casas –con quien integró el dúo Las Yeguas del Apocalipsis- para sembrar el pánico con un terrorismo de besos en la boca contra García Márquez que le dejaron “un regusto a insectos muertos”. Yo sé por qué trabajai tanto, porque eres una mujer infeliz…– me dijo una vez, mujereándome sin misericordia- ¡Se te nota en los ojos! Ese era el Pedro revulsivo y ladilla que a todo el mundo daba nervios. Me extrañó un culo que ayer le sacaran media página en el decano. Debe ser porque ya está muerto porque, cuando vino a la Feria del Libro de Lima en el 2008 –que tuvo a Chile como país invitado-, solo hubo ojitos para los Edwards, los Fuguets, los Simonettis y demás regios; a Lemebel nadie le paró balón. Uno tiene que entrar al palacio por la puerta falsa, dejar los alacranes venenosos y salir como si nada. ¡A mí no me perdonan que tenga boca, Robert!. –le escribió alguna vez a Dios Bolaño, su gran amigo y máximo admirador- No me perdonan que no los haya perdonado. Lemebel sabía perfectamente que su achorada presencia daba cosa. Usted no sabe qué es cargar con esta lepra. La gente guarda las distancias. La gente comprende y dice: es marica, pero escribe bien. Es marica, pero es buen amigo. Súper-buena-onda. Yo no soy buena onda. Yo tengo cicatrices de risas en la espalda.
¿Y el amor? No lo conozco. La vida me va a quedar debiendo eso. Yo amo a los peruanos, claro, pero no a todos. No tendría culo para tanta gente. En Lima yo me hago el peruano con los fletes para que no me cobren caro. Yo necesito saber cómo sudan, cómo huelen, cómo gozan. La gente me pregunta: ¿qué tanto hablas de los pobres si tú ya no eres pobre? Y yo les digo: ¡Yo hablo del pueblo porque me acuesto con el pueblo! Y el pueblo era, por ejemplo, Mario David, el mototaxista charapa que protagoniza “Morir de amor en el Amazonas”, el Wilson, un rapero huasteca que se matriculó en la nocturna para entenderlo y también Roger, su chalaco amor, con quien lo arrestaron en Ilo, acusándolo de espía. Fue en esa misma pinche Feria del 2008 que El Harem y yo salvamos a Lemebel del tedio mortal de una conferencia de prensa con wantán frío y de los consabidos simposios sobre narrativas piñuflas. Lo levantamos en peso en pleno chifa apenas lo vimos y nos lo llevamos por inhóspitos parajes que no figuran en el mapa. Tras la travesía de extrabares, los organizadores me enviaron una carta iracunda que leímos al teléfono, fabulosamente cagados de la risa. Esa es la parte de tu herencia que yo reclamo, Pedrito del berraquísimo corazón. Ese es el único camafeo que yo quisiera chorearme de tu joyero. Tu risa putísima y subversiva. Betito, mi prima querida: ¿No te había dicho yo que esta gente iba a salir a decir que me raptaste? A mí la feria esa mazamorrienta me importa un pepino. Iquitos, en cambio, fue maravilloso, Belén, una poesía terrible. Juro que la escribiré. Las horas que pasamos en el Centro de Lima fueron lindas, tus chicos muy guapos y amables, aunque, si no los conocí a fondo, fue porque tú te los has ganado con abanico propio. Estoy acá en Santiago de nuevo, ya comenzaron a florecer los aromos, ya viene el calor. ¿No podrías volver en el verano para dorarnos de panza cual rubensianas sirenas al sol?
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