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El acuerdo ambiental chino-estadounidense, firmado ayer en Beijing, brinda una esperanza frente al futuro de nuestro ecosistema ante los desastrosos efectos del cambio climático.
Que la tierra se está calentando, y a tasas cada vez más alarmantes, es una realidad que nadie discute; que dicho calentamiento se debe a gases de efecto invernadero, tampoco. Si el fenómeno es o no un producto de la acción humana seguirá siendo un tema de debate; sin embargo, y mientras la tierra se siga calentando, sería una locura dejar el desarrollo del fenómeno a la suerte.
Desde el Protocolo de Kioto en 1997 (enmarcado en la famosa Cumbre de Río-1992), el principal entrampamiento para un acuerdo definitivo eran las posiciones norteamericana y china. Estados Unidos, como segundo emisor de gases de efecto invernadero, se enfrenta a una muralla legislativa. El Congreso norteamericano, defendiendo la economía de sus electores, lucha estado contra estado por la sobrevivencia de su maquinaria productiva: los autos en Detroit, el sector energético en Texas e Indiana, y así, cada estado protegiendo a sus industrias y, por lo tanto, los votos trabados en el Congreso.
China, el principal emisor del mundo, enfrenta un problema distinto: el desarrollo de su pueblo. China no estaba dispuesta a limitar la emisión de gases de efecto invernadero por una lógica de convergencia: los –ahora– países desarrollados lograron dicho estatus sin las limitaciones que hoy se les quiere imponer a los subdesarrollados; es como si un grupo de personas que subieron por una escalera al segundo piso la tiraran después: los que vienen detrás se quedan abajo. Esa lógica de “tirar la escalera” es la que enfrentan los chinos.
El acuerdo entre China y Estados Unidos abre entonces la puerta a un convenio global que se podría producir, si no en la próxima COP20 en Lima, sí en París el próximo año, donde la Conferencia de las Partes (COP) se ha puesto como meta llegar a un acuerdo. Aunque parezca mentira, sí se puede.
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