bortiz@peru21.com
EL EVANGELIO CON PISTOLA
La vi de pie como quien escucha el evangelio en una misa. Las butacas reclinables de los multicines son incompatibles con mi lesión lumbar, así que vi El evangelio de la carne de pie. No fue ninguna penitencia, sin embargo. Viví en carne propia cada uno de sus misterios dolorosos y gozosos. Fui el último en salir del cine, cuando entraron a barrer, me fui a paso de procesión, caminandito en medio de los créditos, bastante tocado, conmovido –para ser más exactos–, hecho mierda. Con ese tipo de tristeza sorda que se te queda resonando en la bóveda del cráneo como una música sin fondo. Con un poco de envidia también, cómo no, salí diciendo: cómo me hubiera gustado hacer esta película. Y, por supuesto, con la sensación de que su director había logrado la hazaña de meter todo Lima en el licuo-extractor de una de esas viejas juguerías del mercado de Balconcillo. Todo Lima: cambistas y combistas, galerías, callejones y cerros, falsificadores de dólares y adictos al tragamonedas, expertos en software bamba, traficantes de riñones y enfermos terminales para los que hacen falta novenas, rifas y polladas, rezanderas y barristas, jugadoras y huelguistas, peleadores de vale todo y mafiosos que facturan por fractura, choferes que masacran gente en las carreteras y taxistas que venden borrachos al peso como menudencia, escolares muertos en vida en un hospital, adolescentes amontonados como chatarra en Maranguita y todas las madres como vírgenes que lloran. Todos los personajes que, en la vida real, serían carne de noticiero, insumo para la micro-onda matinal, desfilan frente a nuestros ojos como espectros conocidos en el espejo. Y decirles esperanza de la patria en una patria sin esperanzas.* Puedo estar equivocado, pero eso es lo que vi en El evangelio: todo Lima en un licuo-extractor del que va brotando, por goteo, la esencia terrible de lo que somos. Porque todo eso somos –con todito nuestro crecimiento económico y con todita nuestra Marca Perú–, nada cambia, todo eso seguimos siendo. Si Jorge Chávez vive en el corazón de los peruanos, ¿en el corazón de quién vivimos los peruanos? *
“Ya quiero que se estrene”, me decía, ilusionado, Martín Suyón, mi productor, la semana anterior al avant premiere. Y aunque yo aún no había visto ningún trabajo anterior de Eduardo Mendoza y apenas lo conozco por foto, lo anduve promocionando a forro por tuíter y por féis. Lo hice desde antes de verla, a ciegas y de a bobo, solo porque el título y el tráiler prometían. Porque, como dice el mensaje medular de esta tremenda historia: pase lo que pase, debemos tenernos fe. Y no sé a ustedes, pero a mí esta película me ha renovado la fe. No la del Señor de Los Milagros, no, esa no. La fe en la ciudad y en sus buenas historias, en los grandes policiales negros como este. Fe en el talento de quienes la escribieron, por ejemplo, entretejiendo, mitológicamente, tantas vidas, sin nunca perder el hilo de ninguna. Fe en el trabajo heroico de los extras: verdaderos malandrines, devotos, malcriadas y cambistas. Fe en las nuevas sangres como Sebastián Monteghirfo, Cindy Díaz y Emanuel Soriano, que encienden el écran en llamas como una molotov. Y mucha fe, naturalmente, en Lucho Cáceres, que inscribe en la historia del cine peruano el nombre del más memorable de sus personajes: el achoradazo, perverso, escalofriante policía Ramírez. Cobrándose la venganza soñada por todo actor de reparto –¡cuyo personaje ni siquiera se menciona en la sinopsis!–, Lucho se roba, con roche, los reflectores, cada vez que se planta ante esa cámara a la que, obviamente, domina: arreglando bajo la mesa, bailando cumbia chacalonera, traicionando a su criollo Hutch o poniéndole a la gente pistolas en la boca. Quién diría que se trata del mismo blanco móvil al que otras cámaras hicieron sufrir un vía crucis, una auténtica cacería cacerista por tantos años. Resucitó. Aleluya. Me encanta cuando eso ocurre. Es por todo esto que, esta semana, me ha amargado mucho la paciencia ver a Eduardo peleando como loco para que Cinerama El Pacífico no se tumbe la película de su vida de la cartelera. Pero, ¿qué se habrán creído estos grandes zares de la canchita pop-corn? ¿Acaso tienen idea del trabajo infinito que significa crear, escribir, mandar el guión a concursos, producir, (¡conseguir la plata!), dirigir, actuar, fotografiar, iluminar, filmar, editar, post-producir, musicalizar una película en el Perú, imbéciles? ¿En qué cabeza cabe que un artista tenga que implorar misericordia públicamente para que la gente pueda ver su obra? Yo no creo que haya que ver El evangelio de la carne porque “hay que apoyar el cine nacional”. Esas son cojudeces. Hay que verla porque es una película de la gran puta. Punto. Vayan a verla. No es una sugerencia, es una orden. Vayan a verla, carajo. Ya me achoré yo también. (¿Para cuándo tu película, Suyón?).
CUÉNTAMELO TODO
Haré aquí lo que normalmente hacen los críticos literarios: voy a comentar un libro sin haberlo leído. Normalmente, los periodistas de televisión tampoco leemos libros. A veces, cuando los escriben nuestros conocidos, ponemos carita de inteligentes y mostramos sus portadas a la cámara, glosando, al vuelo, la contratapa (sabemos muy bien que es para eso que, normalmente, nos los regalan). Pero de leerlos, no los leemos. Lo que leemos son páginas web, el perenne chismorreo en el smartphone, mensajitos de texto, periódicos, cojudeces. Pero libros, no. Que nadie se me arañe porque es la cruda verdad. Lo que en las redacciones (de mis tiempos) era parte del paisaje: periodistas –que fumaban como turcos– escribiendo en el caos de un reguero de libros –marcados, subrayados, trajinados–, hoy es historia. Será por eso que Veguita, el mítico librero solitario, visitó siempre todos los diarios y revistas, y ningún canal de televisión. Será por eso que me sorprendió que, en mi última reunión de periodistas de la tele, estaban todos hablando de un libro: Contarlo todo, de Jeremías Gamboa. Arruinando la teoría que acabo de lanzar aquí, Nicolás lo estaba leyendo. ¿Qué cosa? ¿Cómo era eso posible si el libro ni siquiera existía físicamente? Bueno, la misma pregunta me había hecho un año atrás cuando asistí a una comida de amigos-que-escriben y todos en la mesa disertaban, con gran naturalidad, sobre la trama, la prosa y el ritmo de esa novela aún nonata de la que, al parecer, circulaban avances, manuscritos solo accesibles para unos pocos elegidos. “Uno de los personajes fue reportero mío”, nos contó Nicolás entre orgulloso y pagado de su suerte de asegurarse enviado especial para el lanzamiento en la Feria del Libro de Guadalajara. Acto seguido, pasó a locutarnos, en su acostumbrado estilo trepidante, la biografía completa de Gabriel Lisboa –el álter ego de Jeremías en el libro– como si fuera su sobrino y lo conociera de toda la vida.
‘Cómo triunfar antes de publicar’ se ha titulado la reseña que le hizo La Razón de España. Y vaya que es verdura. Bendiciones papales de Marito y Balcells aparte, yo no recuerdo otro caso en el que se haya hablado de un libro inédito con tantos y tantos meses de anticipación. Cuando un amigo triunfa, algo muere dentro de mí, dijo Gore Vidal. Pero, como Jeremías no es mi amigo ni voy a presentar nada en ninguna feria, puedo darme el lujo de hacer aquí lo que antes me costaba terrible trabajo: alegrarme de que le vaya bien, de que se haya atrevido a escribir en serio abandonando la deliciosa intrascendencia del periodismo, de que revolucione el panorama de la literatura en español y de que, ahora, todos quieran ser amigos suyos. Y todo eso solamente porque hace unas noches lo escuché en el cable atribuyendo todo lo bueno que le pasa a sus papás, mientras la bonita entrevistadora Denise Arregui le decía lo guapo que era y lo luminosa que era su sonrisa. Me encanta cuando eso ocurre. No eran así de rosas las cosas en los 90 cuando Gamboa –que no podría haber pedido un nombre más literario– chambeaba día y noche en la redacción de Somos –aquella en la que aún resonaban, estentóreas, las carcajadas ampuerinas– y sus compañeros de amanecida de cierre, aludiendo ácidamente a las enternecedoras chompitas hechas en casa que siempre usaba, lo llamaban Paco Yunque. Eran días en que tenía que ganarse la menestra haciendo notas de color local, redactando gorros y fotoleyendas, entrevistando, por ejemplo, a la gentita fatua de la tele. ¿Qué tendría que pasar para que te dedicaras única y exclusivamente a escribir tu novela? Que me diagnosticaran una enfermedad terminal. Lo único que necesito para escribir es un plazo, un deadline, una pistola en la cabeza. El que entrevistaba –trece años atrás– era él, adivinen ustedes quién respondía. Cuando Lúcar terminó de declamarnos la increíble historia que tenía el privilegio de estar leyendo antes que el común de los mortales, Mónica sonrió, volteó la mirada y dirigió hacia mí la más horrible de las preguntas de la tierra: ¿Y tú para cuándo?
- Versos tomados de poemas de Lucho Hernández
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.