22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

El año pasado hice el sobrehumano esfuerzo de imbuirme artificialmente de ese contagioso espíritu navideño, al que hace mucho soy inmune, y acudí con mi listita de regalos –como todo comprador compulsivo que se respete– al shopping más atestado, luminoso e infernal.

Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com

Como se supone que la Pascua es, ante todo, un fiesta infantil, mis regalados eran, en su mayoría, niños: los hijitos más o menos recientes de algunos grandes amores, amantes y amigos. Algunos pocos de ellos, mis ahijados además pero niños desconocidos, al fin y al cabo. Tanto que, para poder elegir el obsequio adecuado, a veces tenía que preguntarles a sus papis si era mujercita o varón, cuántos años habían cumplido y cómo se deletreaba el nombre que debía escribir en la etiqueta autoadhesiva. Mi lista era, entonces, una nómina de pequeños extraños, una enumeración de niños sin rostro que, esa Nochebuena, probablemente sonreirían al abrir un misterioso obsequio de procedencia desconocida que sus padres harían pasar como suyos atendiendo un expreso pedido mío. Como diría el papá de Mafalda: todo un terrorista de la felicidad.

Debo admitir aquí que siempre he disfrutado mucho regalar. Me queda claro que no todo el mundo encuentra placer en hacerlo. Ni todo el mundo es necesariamente bueno para eso. Yo sí. Quizás sea un talento que heredé de mi madre, que era la única en mi numerosísima familia que se tomaba el trabajo de buscar un regalo especial para todos y cada uno de sus infinitos hermanos, cuñados, concuñados, primos y sobrinos. Y como ricos nunca hemos sido, algunos de esos generosos detalles eran objetos que ella misma fabricaba con sus manos: pequeñas joyas del bricolage que preparaba con conmovedora anticipación y le costaban semanas de amoroso trabajo. Recuerdo haberme pasado, de niño, días enteros ayudándola en largas maratones de envoltura de obsequios y tratando, ilusionado, de adivinar –por descarte– cuál de todos esos coloridos paquetes sería el mío. Recuerdo también que, en las postrimerías de la cena, cuando la casa de mi abuela en Santa Catalina era ya un reguero de papel celofán, panetón a medio comer, tazas de chocolate frío y cajas vacías, volvíamos a constatar, en silencio, la infalible vigencia de esa severísima Ley de Murphy navideña: cuanto más regalitos entregues, menos regalitos recibirás. Pero, al final, eso era lo que menos importaba porque en casa siempre fuimos miembros del Club de Fans de Fray Francisco, el de Asís: Señor, que yo no busque tanto ser amado como amar, ser comprendido como comprender, ser regalado como regalar.

Pero estábamos en que era diciembre pasado y en que yo desplegaba desesperados esfuerzos para abrirme paso entre las hordas enloquecidas del Jockey Plaza como todo un buen burrito tabanero sin dejar caer de mi lomo ni uno solo de mis pródigos costales. Pasé varias horas sumergido en el horror de esas jugueterías abarrotadas de esposos bravucones y mujeres histéricas que se arranchaban conmigo el último Barney, la última Barbie, el último Optimus Prime de la tienda. Pasé varias horas más haciendo un colón para pagar y otro colón para que me empaquetaran de una vez el puto muñeco porque ni a cañones me iba yo a sentar, a estas alturas del partido, a tararear el villancico de Qué lindo churumbel con mi tijerita punta roma, mi papel platina y mi cinta scotch decorada con bastoncitos de caramelo. Al fin de la batalla y muerto el combatiente, pude constatar que mi noble ‘depita’ de soltero maduro –que carecerá siempre de pesebre, guirnalda y arbolito– hubo adquirido, con aquel chuchonal de vistosas cajas de moños brillantes, una inusitada calidez casi pascual. A la mañana siguiente, cual puntuales trabajadores que tramitaran su clásico vale de pavo de 11 kilos en el departamento de Recursos Humanos, los convocados se fueron apersonando, uno por uno, a recabar jubilosos sus respectivos juguetes que, en un arranque de camaradería o patológica nostalgia familiar, estaba repartiendo inexplicablemente, cual candidato en campaña, El Tío Betito. Como todas las noches, ese 24 me fui a dormir a las 10. Entrenado en la Cordillera del Cóndor para que ni una lluvia de misiles tierra-tierra ecuatorianos turbe mi sueño, (pregúntenle al general Chiabra si creen que fanfarroneo), no se me movió ni un pelo a la hora aciaga de las mamarratas. Tampoco supe nunca qué cara pondrían todos esos enanos en el momento irrepetible de la magia. ¿Cómo podría si, en la mayoría de los casos, ni siquiera supe nunca qué cara tenían? Al mediodía del 25, cuando se hubieron disipado los efectos de una sustancia que solo uso para saltearme la Nochebuena – el alprazolam – y pude salir del profundo coma, lo primero que hice fue revisar el registro de mi Blackberry en busca de llamadas no atendidas. Y como es dando que uno recibe y es olvidándose que uno encuentra, ninguno de los citados galifardos ni ninguna de sus respectivas malagueñas salerosas había tenido la mínima elegancia de llamar a decir pucha, te pasaste, qué fino, qué rico y qué bonito, aun en el caso de que hubiera sido todo ordinario, barato y feo. Señor, que yo no busque tanto ser llamado como llamar, ser agradecido como agradecer, ser mensajeado como mensajear.

Por eso y muchas cosas más, escribo esto sentado en el avión en el que, en esta época del año, acostumbro huir de la Nochebuena como solo se huye de la peste. Por eso y muchas cosas más, suscribo al cien por ciento el feroz villancico de Los Prisioneros: Es una noche ideal en la ciudad como si fuera una tarjeta de Navidad. Es tan justa la gente, tan de su hogar, que no puedo aguantar las ganas de… lloriquear. Bueno, la letra original no decía exactamente lloriquear, pero vamos a dejarlo así porque este es un diario familiar. Familiar. Cabe la posibilidad de que en esa palabrita esté la clave de mi particular Síndrome de Belén. La gente se queja de que escriba siempre contra la Navidad. De que siempre la critique, la trivialice o me burle de ella. ¿Por qué la odias tanto? –me preguntan. Y les respondo aquí que no la odio, la sufro. En el fondo, daría un brazo por volver a tener una y envidio profundamente a quienes todavía la tienen. Cuando empieza a acabarse noviembre, me invade una especie de vacío, un hueco en el estómago, un estremecimiento de terror. Por eso, es el único momento del año en que, de verdad, se me hace insoportable la existencia y me veo obligado a suspenderla con una pepa. La razón es simple: la Navidad es la fiesta de la familia y yo ya no tengo ninguna. Ya no la tengo, pero alguna vez la tuve y no se me ha olvidado qué se hacía en estos casos. Lo que se hacía en mi casa, por tradición, era preocuparse de que a nadie le faltara nada. Ni abrazo, ni panetón, ni regalo, ni tarjeta, ni nada. Pero esto de que la Navidad vaya por dentro no me ha funcionado. Como Papá Noel he fracasado trágicamente. Quizá por eso me haya mandado mudar amargo con mi música a otra parte. O más que amargo, aburrido de tanto todo-me-lo merezco y tanto bienpagado de su suerte que este año tendrá que disculpar la pequeñez de que no les regale nada. Pero, claro, al final uno es lo que le enseñaron de chico y así va a ser siempre hasta que se muera, y yo no pude con mi genio y le terminé regalando un billetito al gordo chofer que me llevó al aeropuerto, me ayudó con la maleta y se despidió de mí con un abrazo como si fuéramos amigos. No me voy a olvidar nunca de su carita de absoluto deslumbramiento. Sin proponérselo, logró que me fuera feliz. En la conmovedora incredulidad de su sonrisa creí ver la de algún niño agradecido.


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