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Opinión

En estos días en que se celebra el centenario de Sérvulo Gutiérrez (1914-1961), uno no puede menos que lamentar su temprana desaparición.

Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y Letras
Escritor

Según la leyenda, Sérvulo Gutiérrez trabó amistad con César Vallejo en París, poco antes de que este falleciera, en 1938. Se dice que improvisaron un dúo musical –Vallejo tocaba la guitarra y Sérvulo cantaba– en las calles y que luego pasaban el sombrero, lo que les permitía amenguar sus penurias económicas. Pese a la diferencia de edad –más de veinte años–, gracias a sus afinidades creativas se gestó una complicidad inmediata entre ambos. Desde luego, el poeta y el pintor ignoraban que algún día serían reconocidos como los más importantes cultores de sus respectivas artes en el Perú del siglo XX.

Hacia fines de los años ochenta, en París, me presentaron a una amable señora francesa de baja estatura y cabellos blancos cuyo rostro me resultaba familiar. Cuál sería mi sorpresa cuando me dijo que era Claudine Fitte, el gran amor de Sérvulo, con quien había vivido en Buenos Aires y Lima entre 1940 y 1946. Su figura me había parecido conocida simplemente porque había visto uno de los espléndidos retratos al óleo que le había hecho Sérvulo, el cual se me había quedado grabado en la memoria. Increíblemente, pese al tiempo transcurrido, Claudine mantenía intactos los rasgos que tan bien había capturado nuestro artista. Ante mi entusiasmo, me llevó a su casa para mostrarme una de las pocas obras suyas que conservaba: una hermosa cabeza de ella vaciada en bronce, pieza que corroboraba que el talento del pintor también se extendía a la escultura.

En estos días en que se celebra el centenario de Sérvulo Gutiérrez (1914-1961), uno no puede menos que lamentar su temprana desaparición. Sérvulo había irrumpido con toda la fuerza de un pintor expresionista en un ámbito donde todavía se acusaba la influencia del indigenismo. En ese contexto, Sérvulo sintonizó de manera natural con la modernidad, valiéndose no solo del pincel sino de sus manos para incendiar el lienzo con su intensa paleta cromática. Dueño de un estilo único, su obra no se ciñó a los cánones de ninguna escuela sino a los imperativos de su propio fuego creativo. Sin duda, se adelantó a su tiempo y abrió el camino para los artistas de las generaciones venideras.

A propósito, recuerdo una fotografía memorable tomada en Lima en la segunda mitad de los años cuarenta, en la que aparece un sonriente Sérvulo, con el torso desnudo, en medio de la algazara de una reunión bohemia. En el grupo, detrás del maestro, se encuentran dos jovencísimos pintores: Szyszlo, que solo lleva una camiseta que acentúa su delgadez, y Eielson, con corbata y tirantes, que posa una mano sobre la testa de Sérvulo, como si se tratara de una corona. Retrato curioso que reúne a tres de los artistas más notables e innovadores que ha dado el Perú.


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