Carlos Meléndez,Persiana Americana
Durante los últimos 14 años, la amenaza a la gobernabilidad ha variado desde las regiones. Hasta hace poco, la conflictividad social era el principal enemigo de la estabilidad política y económica. Todos los gobiernos han tenido su ‘Arequipazo’, ‘Baguazo’ o ‘Congazo’, que retaron sus destrezas en el manejo de demandas embalsadas.
Desde hace un tiempo la protesta social regional ha disminuido. Las cifras de Defensoría del Pueblo, que reportaban crecimiento agudo, hoy tienden a estabilizarse. Se ha compuesto un tenso statu quo entre ciudadanos insatisfechos (que no sostienen altos niveles de movilización) y un Estado que prefiere paliativos y negociación permanente antes que soluciones efectivas. El empresariado involucrado hace todo lo posible por la pujanza de sus inversiones e intereses, aprovechando el pánico. Las masas debilitan sus ímpetus (es difícil sostener movilizaciones en intensidad y tiempo) y el pragmatismo gana incluso entre los más radicales. La gente se ha cansado de protestar o ha negociado. En todo caso, quienes subsisten en sus luchas enfrentan más obstáculos que antaño.
Ello no implica pax regional. Ahora la amenaza es distinta: la mafia y los intereses particulares han penetrado salvajemente la débil institucionalidad de las administraciones regionales. Una combinación explosiva de corrupción y poderes informales carcome la descentralización. Lo paradójico es que, pese a tanto escándalo, la clase política y empresarial parece poco preocupada por este nuevo peligro. ¿Será que es más fácil para los intereses privados manejar autoridades corruptas que ciudadanos en las calles? ¿Será que la corrupción regional es un producto (in)deseado de la táctica pragmática desmovilizadora de conflictos?
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