Carlos Meléndez,Persiana Americana
Solo uno de cada cuatro peruanos está conforme con sus autoridades subnacionales. La aprobación de alcaldes provinciales y presidentes regionales es del 26% (según Ipsos). Si a ello le agregamos la popularidad presidencial (21%), constatamos que la confianza en los puestos ejecutivos elegibles es muy baja. Ad portas de un proceso electoral, la conclusión es tan simple como desastrosa: elegimos mal.
La decepción con la administración subnacional se concentra en el norte. Aquí, los niveles de desaprobación alcanzan al 66% (presidente regional) y 69% (alcalde provincial). En el oriente la desaprobación regional es apabullante (84%), aunque se equilibra con gestiones municipales aceptables (50% de aprobación). La corrupción asoma como una de las principales causas de insatisfacción. Son, precisamente, los gobiernos norteños de Áncash, Cajamarca y Tumbes que encabezan la lista de administraciones más corruptas ante los ojos de los electores.
La decepción adquiere ribetes de desafección cuando la inseguridad ciudadana se combina con la corrupción. Este matrimonio fatídico entre política y sicariato, que tiene su epicentro en el norte del país, puede engendrar un nuevo tipo de anti-sistema (distinto al radicalismo del sur). El crecimiento económico en un contexto de informalidad propicia la expansión de esta amenaza para la gobernabilidad.
Por eso las elecciones de octubre son clave, porque pueden enmendar o profundizar la inestabilidad política. La misma, originada en las regiones, supone un riesgo tan importante como la desaceleración económica. Solo mejorando la calidad de las ofertas partidarias y asegurando mayores controles y rendición de cuentas a nivel subnacional, el escenario podría empezar a mejorar.
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