22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

El tremendo narrador peruano Oswaldo Reynoso es amigo mío como lo es de todos los mecanógrafos que, alguna vez, nos hemos acercado tímidamente a la puerta de su casa para mostrarle nuestros primeros escritos. Sus libros, reeditados por sellos independientes al infinito, son best-sellers clandestinos y los lectores jóvenes –que lo leen a escondidas, como si estuvieran consumiendo la más dura pornografía– lo aclaman siempre adonde va porque, apenas lo escuchan, inmediatamente se percatan de que el mayor talento de Oswaldo reside en que nunca ha dejado de ser un joven rebelde, melenudo y reilón. Los jóvenes peruanos lo siguen porque lo leen y detectan en el delator vértigo de sus historias la rara existencia de un furioso corazón. Qué fortuna que tus libros sigan siendo adolescentes para siempre. Qué bendición la de no tener que ser jamás un adulto mayor. Cuando yo sea grande, quiero ser Oswaldo Reynoso.

Beto Ortiz, Pandemonio
bortiz@peru21.com

En el cucufato colegio de Jesús María donde estudié no se leía ni se leerá nunca una sola línea de Reynoso pero, como yo tuve la suerte de tener uno de esos tíos medio artistas y totalmente tronados a los que les gusta regalarles libros prohibidos a los chicos, leí ‘Los Inocentes’ por primera vez a los doce años en la famosa edición que el conchudo de Congrains Martin rebautizó marketeramente como ‘Lima en rock’. Aunque en esos días de 1980, este pechito –inocente de mí–no tenía del todo claro el motivo principal de mi completo deslumbramiento por los personajes de ese libro endemoniado, cierta desconocida agitación me permitió maliciar que, en algún lugar del bobo, una incansable cacería estaba a punto de iniciarse: Cara de Ángel tenía que existir y, si me dedicaba a buscarlo y recorría el Jirón de la Unión de arriba abajo todas las veces que fuera necesario, algún bendito día habría de encontrarlo.

Lo encontré. Fue una tarde de 1989, cuando salía de mis prácticas en El Comercio. Se llamaba Roni, era un muchacho de Barrios Altos que me siguió por varias cuadras (o viceversa) y me hizo el habla de la nada (o viceversa) en mitad de la calle. Nos contamos nuestras vidas por capítulos en una cantina con gatos del jirón Huallaga, luego de lo cual, por primera vez en mi carrera, me ocurrió lo inenarrable. Pero creo que esa historia, mal que bien, ya la he narrado. Lo que no he contado es que una vez, solo por saber si en verdad se le parecía en algo, se lo presenté al mismísimo Oswaldo que, apenas lo vio, me dijo: “Nada que ver”. Poco tiempo después entré a ‘Panorama’ y, aún obsedido con el libro, le hice un reportaje, con dramatización incluida, que requirió de un casting relámpago entre talleres de teatro. El resultado fue la elección del hijo de un director de cine que era amigo de una amiga: un desconocido mocoso de 16 años que, en el difícil rol de Cara de Ángel, debutó auspiciosamente en la pantalla chica y, pese a que Oswaldo volvió a decirme “nada que ver”, sigo pensando que ese chico, Julián Legaspi, hizo muy bien el papel.

No sé si todo esto que les cuento les diga algo sobre la extraña relación que existe hace 33 años entre ‘Los Inocentes’ y yo. De repente no. Pero, solo a guisa de epílogo, déjenme agregar que hace poco, desde Buenos Aires, donde ahora vive con su mujer y sus hijos, el buen Roni –que nunca entendió del todo el porqué de la chapa que le puse– me llamó –como nunca– por cobro revertido y me dijo que –de puro sapo– había entrado a Google, que había leído aquel cuento por fin y que ya sabía por qué cada vez que me vuelvo a acordar de él, a la muerte de un papa y lo llamo, siempre lo saludo diciéndole: “Habla, Cara de Ángel…”.

Pocas veces el personaje de un libro se ha quedado a vivir de modo tan definitivo en mi corazón y me ha acompañado tantos años aunque no exista. ¿Y no es esa, acaso, la mayor victoria que puede conseguir un escritor? El lunes pasado, luego de varios años sin vernos, me encontré con Oswaldo en el Pastificio Ligure de José Leal, en Lince. La razón de nuestro almuerzo sigue siendo la misma que cuando yo era un hincha imberbe de gabán negro que iba a importunarlo en su casa de Jesús María. Necesitaba volver a hacerle la vida a cuadritos con las mismas preguntas de toda la vida. Oswaldo: ¿Qué pasaría si Cara de Ángel viviera?, ¿a quién se parecería?, ¿en qué barrio viviría?, ¿sería vago o chambero, tranquilo o achorado?, ¿cómo traduciríamos a la jerga juvenil del 2013 su exquisita replana limeña de los cincuenta?, ¿tendría facebook?, ¿cómo se vestiría?, ¿con el jean de Amazonas metido dentro de los botines Nike como Maicelo?, ¿andaría en combi, siempre con los headphones puestos, o en skate?, ¿escucharía salsa o reggaetón? ¿A dónde habrá ido a parar Cara de Ángel?, ¿habrá encontrado por fin un corazón a la altura de su inocencia?


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