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Opinión

Hace años vi la foto de un cuadro suyo en el periódico y pensé: ¿quién es este monstruo? ¿De dónde ha salido? ¿Por qué nadie lo conoce si pinta así? Tengo que encontrarlo.

Beto Ortiz,Pandemonio
bortiz@peru21.com

Hace años vi la foto de un cuadro suyo en el periódico y pensé: ¿quién es este monstruo? ¿De dónde ha salido? ¿Por qué nadie lo conoce si pinta así? Tengo que encontrarlo. Ni huevón. Si existen los genios, quiero conocer a todos los que pueda. En la nota decía que estudiaba en Bellas Artes. También, que trabajaba para Prosegur como agente de seguridad en turno noche. Lo busqué en los dos sitios con poca fortuna. Me dijeron que era difícil ubicarlo porque se resistía, sabiamente, a tener teléfono. No me acuerdo quién me dio su correo electrónico. Le escribí. Me respondió muchos días después, desde una cabina pública, citándome en su casa taller: una tienda clausurada en una vieja galería de la Plaza de Armas. Y cuando entré en ese lugar por primera vez, supe que estaba entrando en una película, así que –con la cámara de mi amigo Martín Suyón– empezamos a grabarla juntos desde entonces. Cien horas de video en las que ahora nadamos, algo desesperados, cual pintores que, por accidente, se hubiesen caído dentro de un tanque de pintura. Cuidado: cuando vean a Hugo parado allí con su uniforme marrón, su camisa crema y su quepí, podrían pensar que se trata sólo del buen guachi de la esquina. Cuidado. Piensen de nuevo. Cuidado que lleva un arma. A veces, un revólver. A veces, un pincel. Cuidadito que es probable que estemos ante el mayor surrealista que hayamos conocido. Los conmino a enfrentarse con su obra desde este martes 27 en ‘Excluidos al azar’ en el ICPNA de Miraflores. Recuerden este nombre: Hugo Salazar Chuquimango, el vigilante que nos pinta. El pintor que nos vigila.

En el silencio de la noche resuenan, al unísono, los tambores de los revólveres y, como en todas las noches de la tierra, Hugo Salazar Chuquimango, el custodio, se mantiene despierto haciendo barras en el marco de la puerta del horror. Mientras la ciudad duerme, Hugo la protege, la arrulla, la cuida, la peina. Vigila con los ojos siempre abiertos, sus botas con punta de acero y su pistola. Solo él conoce los monstruos que engendra el sueño de la razón. Solo él y ciertos niños melancólicos y oscuros ostentan ese raro poder de reconocerlos apenas los ven aparecer en la pintura descascarada del techo, manifestarse en las manchas de humedad de un viejo baño o emerger entre las sensuales vetas de la madera. Los demás los hemos olvidado sin remedio, ignoramos cómo lucen sus rostros y, por eso, les es tan fácil comernos el corazón a dentelladas. Hugo aún los recuerda y no sabe si les teme, los detesta o los desea. Solo sabe que, para seguir despierto, necesita recordarlos, y por eso los retrata con ciega fascinación. Elabora desesperados identikits de cada una de las pesadillas que lo acechan como crueles tiburones, esos seres hermosos, helados y viscosos que nadan en círculos por debajo de su cuerpo desnudo de náufrago que flota olvidado en el centro del océano más negro. Hugo sabe que es inútil el combate. Que, por muy rápido que los dibuje, inexorablemente los olvidará como olvidamos los hombres, uno por uno, todos nuestros sueños. Y, sin embargo, una vez atrapados en el lienzo, todos estos rinocerontes o camaleones resucitarán en forma de ángeles pavorosos. Atraviesa zorros o reptiles y los vuelve esplendorosos demonios inmortales jóvenes lúbricos perfectos. Su lápiz es la dulce estaca con que los acuchilla sin cesar pero, al hacerlo, lo único que logra es volverlos a la vida de una sola y triunfal carcajada.

Es extraño que hasta hoy nadie se haya dado cuenta de eso. La alegría es invisible, la juventud es ficticia, el sexo es imaginario, la belleza es imposible. Nadie los conoce, nadie los ha visto, nadie los posee. No existen. Son monstruos, también. Pero todo el mundo sospecha que la belleza es mamífera sirena, mujer láctea, tierna, submarina. Y Hugo la corteja armado hasta los dientes. Armado de cráneos que son dados que son galaxias que son flores que son perros callejeros. Su trabajo consiste en alejar el mal. Y por eso no va a ninguna parte sin sus botas con punta de acero, sin su pistola. A ninguna parte, ni siquiera a la cama, pues nunca ha requerido de un navío que lo traiga de regreso del infierno. Tiene planeado comprarle a su arma un silenciador para que sus disparos no vayan a despertar jamás a la belleza. La madrugada es invencible y se expande entre nuestras mentes de condenados como un derrame de petróleo sobre el mar. Y mientras la belleza duerme, Hugo la sueña. La sueña despierto porque su principal misión sobre la tierra consiste en vigilar y en no dormir: en nunca cerrar los ojos para que algún día termine su antigua, mitológica batalla contra los violáceos peces del rencor.

Mientras la belleza sueña, el custodio le acaricia discretamente los pezones con su dulce estaca. La penetra, sin despertarla, con su suavísimo pincel.

Todo el mundo huye de mi corazón
Porque parece un cocodrilo. Todo el mundo dice
Que no soy un hombre sino un árbol derribado. Nadie sabe
Que entre mis ojos de niño y mi pecho cansado
Hay solamente musgo, llanto, flores indecibles,
Versos que parecen de oro puro
Y no son sino fragmentos de una estrella de papel.
No es culpa mía si estoy hecho de cristales amargos,
De irremediable ceniza y líquidos ardientes
Que se disputan mi ternura y sin cesar empujan
Dolorosas poleas, émbolos y ruedas escarlata.
Soy solamente un puñado de tierra que tropieza,
Un insolente juguete de cabellos negros
Y dientes amarillos. No es culpa mía
Si no parezco de carne y hueso, si bajo mi sombrero
Y mi pantalón gastado palpita un cielo puro,
Si todo el mundo dice que no amo a la gente
Porque me pongo una corbata y observo el firmamento,
O porque estoy hecho de sustancias aciagas,
De sonrientes materias que sollozan y sollozan
Y sollozantes materias que sonríen y sonríen.
Soy solamente un animal que escribe y se enamora,
Un laberinto de células y ácidos azules,
Una torre de palabras que nunca llega al cielo
Porque no toca ni se apoya en los luceros,
Sino en mi pobre corazón siempre en tinieblas,
Siempre en el fondo de un tintero,
Como si fuera un cocodrilo.

Jorge Eduardo Eielson
Ceremonia solitaria alrededor de un tintero


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